Tengo un amigo que estudió sociología conmigo, un buen chaval, muy trabajador, tanto es así que si hicimos algo durante esos cuatro años en la facultad fue porque él y algunos más se lo trabajaron. Se enteraba de todo lo que pasaba y participaba activamente en las reuniones y toma de decisiones, de verdad se involucraba mucho.

Descubrí al cuarto año de conocerlo en su discurso de graduación que para él esto significaba mucho más de lo que nos imaginábamos. Trabajó tan duro porque el hecho de poder sacarse una carrera significaba cerrarle la boca a todos aquellos que no confiaron en que podría ser más y le hicieron sentir que aspirar a lo que a él le diera la real gana, no entraba dentro de sus opciones. Típico de quienes no tienen aspiraciones y no quieren que otros tampoco las tengan.

Lo hizo y llegó hasta el final, se formó todo lo que pudo y consiguió un trabajo que parecía cubrir expectativas.

Sorpresa sorpresa, se topó de nuevo con otra gran lacra casi peor que la anterior: la gente que lleva eones haciendo mal su trabajo y tratando realmente mal a sus empleados. Mi compañero fue humillado, maltratado verbalmente y desmoralizado por el director de la fundación para la que trabajaba de forma directa y constante. Él y todos sus compañeros también.

Tuvo que elegir: darle justicia a la situación y enfrentarse; un proceso que ya habían iniciado sus compañeros y podría durar años, o mirar por su salud, aceptar que la gente de esta calaña no cambia y huir. Es alarmante la cantidad de veces en las que se confunde tener un rango superior con tener la potestad para sobrepasarte. Demasiadas las veces que un señor o señora cualquiera nos obliga a elegir entre nuestro trabajo o nuestra salud. Por favor, hay muchísimos jóvenes que han peleado muy duro por conseguir una oportunidad, señor, no hagan que se cansen o pronto la pensión que cree merecerse tendrá que menguar tanto como la confianza que le ha robado a mi compañero.