Martín García Barbadillo

Plaza Mayor

Martín García Barbadillo


Verano, 1987 (Preludio)

02/08/2021

Javi, Víctor y Rulo son tres chavales de 14 años que pasan todo el verano del 87 en Burgos ciudad.

«¿Baja Javi?». «Ahora va, en cuanto salga del baño».  Así empezaban todas mis tardes ese verano, llamando al timbre de Javi y escuchando cada día la misma respuesta de su madre; siempre estaba en el baño. Daba igual que fuese a buscarlo más tarde, nunca me libraba de esperar un cuarto de hora, y a pleno sol porque jamás me abrían el portal. Cuando Javi aparecía nos acercábamos a un descampado que había en el barrio repleto de planchas gigantes de hormigón de una obra antigua o algo así; lo llamábamos El Rompeolas. Allí ya estaba Rulo, tirado sobre uno de esos bloques de cemento, mirando al cielo detrás de las Rayban negras que mangaba a su hermano mayor. A veces lo encontrábamos fumando, muy despacio, un Fortuna que compraba suelto en el quiosco por 15 pelas. No sé si realmente le gustaba fumar, pero se gustaba fumando.
«¿Qué pasa, tíos?», «¿qué pasa?», «¿qué pasa?», era nuestro saludo invariable, ninguna otra pregunta, ni una palabra más. Después, Javi y yo nos tirábamos a sentarnos entre los bloques. Sobraba tiempo para hablar, teníamos toda la tarde por delante, todo el verano en realidad; nos lo íbamos a comer en la ciudad, solos, juntos. La vida nos había tirado ahí, a cada uno por una circunstancia.
En junio, terminamos octavo y en septiembre empezábamos el instituto... O no. Rulo había dejado cuatro; su padre le dijo que ni campamento ni pueblo, y por si no quedaba claro «me soltó un tortazo que me rebotó la jeta con el frigorífico», contó entre carcajadas mil veces. Era un tipo listo, pero estaba a otras cosas, sus catorce le explotaban por dentro. Decía que las sacaría todas chapando la última semana de agosto, «ni un día antes».  Javi era el amigo empanado que todo el mundo tiene y al que no sabes si querer o, muchas veces,  estrangular. Se quedaba en la ciudad porque les tocaba a su abuela en casa hasta septiembre y la señora no andaba como para moverse. Y yo, simplemente, no tenía pueblo y ya nos habíamos ido de vacaciones: un fin de semana a Santander, después de vomitar el Ford Fiesta de mi padre en El Escudo, a «un hotel» como decía mi madre, aunque en el cartel ponía «Pensión».
Y ahí estábamos, en El Rompeolas, sintiéndonos los dueños de la calle. En casa no nos íbamos a quedar.