Cómo es posible que en el siglo XXI siga extrañando a la gente que un estudiante de Químicas escriba columnas de opinión sin abusar del empleo de tecnicismos o utilizar un burdo lenguaje. Por qué se da por hecho que por ser estudiante de Artes no aprecies la belleza de las matemáticas o no quieras formar parte del cautivador juego de desentrañarlas. Cierto es que cada disciplina conlleva unas características principales determinadas, pero eso no implica que sean incompatibles entre ellas. Es decir, no por estar especializado en un campo específico abandonas o careces de habilidades propias de otras especialidades. No hay que olvidar que bajo todo este manto de conocimiento se refugia un mismo afán de progreso en diferentes aspectos de la vida.

Nosotros mismos, sin darnos cuenta, lo hacemos todos los días. Por ejemplo, si alguien de tu entorno tiene un mal día, acudes en su ayuda y haces todo lo posible por ayudarle. Esto no quiere decir que tengas un máster en "resolución de problemas con adolescentes y sus calificaciones" o "cómo calmar crisis existenciales en plena madurez". Simplemente surge esa humanidad que hay en ti y recurres a los medios que tienes a tu disposición para intentar solucionar el problema. Fíjate en aquellos padres a los que nunca les gustó la genética ni la literatura y que, ayudando a sus hijos, a pesar de que les resulte agotador y en ocasiones les suponga un auténtico reto la montaña de problemas de genética o el aluvión de comentarios de texto, les ha despertado finalmente la curiosidad acerca de estos temas.

A veces nos olvidamos de que siempre hacemos uso de las tres disciplinas, aún de forma inconsciente y de que el objetivo principal subyacente a todas ellas es el progreso. Combinando sus distintas habilidades para extraer el conocimiento de todo lo que nos rodea obtenemos la información necesaria para poder mejorar. Porque debemos recordar que no habrá progreso si no existen sus tres constantes: ciencias, humanidades y arte.