Hace un tiempo, llegó a mis manos un brillante trabajo de 2012 de Francisco Caudet, que glosa las Poéticas del Realismo en la obra de dos de los grandes de la literatura contemporánea española: Galdós y Max Aub. Ambos escritores siempre me han fascinado. El primero por ser el mejor cronista literario de la España decimonónica. El segundo por su capacidad de pasar de la Vanguardia a un Realismo entrañado en algunos de los grandes problemas del hombre del siglo XX. Con la brillantez que le caracteriza, el profesor Caudet analiza los distintos enfoques de los realismos en ambos autores y las metalecturas que se pueden hacer de muchos de sus textos.
Me ha venido a la mente este estudio al visitar la muestra de José María Cuasante, ubicada en la Sala de Exposiciones de Cajacírculo de la Plaza de España. En un momento en que seguimos, en parte, anclados en los dogmas que impusieron las Vanguardias, basados en la exaltación de la disolución de las formas en clave abstracta y en el inicio de sendas creativas que a veces no conducen a ninguna parte, por fortuna el estigma que suponía ser realista, en los círculos que han dictado la nueva oficialidad del arte, comienza a ser superado. Algo tuvieron que ver en ello maestros como Antonio López, artista que ha navegado en muchos casos a contracorriente.
Los grandes realistas, y entre ellos sin duda se encuentra José María Cuasante, son aquellos que consiguen no sólo plasmar la realidad con óptimos resultados técnicos, sino los que logran que demos un paso más allá. Al igual que en las obras de Edward Hopper, estas pinturas nos llevan a indagar en lo que hay detrás de todas esas escenas pobladas de hombres y mujeres con sus tribulaciones y alegrías, con sus aspiraciones y frustraciones. Como espectadores somos capaces de recrear en nuestra mente miles de historias no coincidentes en las que nos vemos reflejados. Esta es, sin duda, una de las grandes fuerzas de las pinturas de Cuasante, en las que sus Poéticas del Realismo nos llevan a mundos reales e imaginados a la vez.