María Albilla

Plaza Mayor

María Albilla


Dignidad y salud

22/10/2020

Hace casi un año ya pasé uno de los peores días de mi vida. Puede que el peor. Sonó el teléfono y llegó la noticia que más esperaba. Un alma generosa había donado sus órganos y mi padre iba a recibir un trasplante de pulmón. Entonces yo solo podía llorar. De alegría, pensarán. Sí. Era de alegría. Y de pena, y de rabia, y de miedo, de mucho miedo, y de nervios, y de esperanza... Mi padre era para mí el hombre más fuerte del mundo y estaba ante el mayor envite de la vida. Por suerte, de todo ese miedo que tenía yo, adolecía él.
No les voy a contar todo el periplo de aquel día y los siguientes, pero sí les voy a decir que el engranaje de la Seguridad Social funcionó como la maquinaria de un reloj suizo. Impresionante. Pasó punto por punto todo lo que nos habían explicado que tenía que pasar. Antes, durante y después de la operación. Y yo dejé de llorar porque, ya me lo decía mi padre, todo iba a salir bien.
Desde aquel día, el 28 de octubre para ser exactos, mi padre ha tenido un progreso de manual y disfruta de un pulmón nuevo que va como la seda. En este tiempo he visto cómo los médicos se preocupan por su evolución y sus pruebas, por sus citas en plena pandemia y por su recuperación día a día.  Me siento infinitamente orgullosa y agradecida de la calidad profesional y humana de quienes le han asistido. Y esto no es noticia porque es lo que se merece mi padre. Un trato digno.
Me duele que esta historia difiera tanto de lo que le ha tocado vivir a la familia de mi compañera y amiga Lydia Sainz-Maza, que perdió a su hermana Sonia en agosto a causa de un cáncer sin que un facultativo ni siquiera la recibiera en consulta. Pienso en qué hubiera sido de mi padre sin la pericia de su médico de cabecera, que detectó que algo iba mal en sus pulmones solo con oírle toser. Gracias a él y al trato digno que le dio, hoy sigo teniendo a mi lado al hombre más fuerte del mundo.