La melodía de la cerámica

ALMUDENA SANZ
-

Gerardo Ramos se desmarca en este arte con una línea de instrumentos de música. El tambor de lengüetas es la creación más original en una colección con kalimbas, udus, silbatos o flautas. Los de cuerda, un desafío para el futuro

La melodía de la cerámica - Foto: Patricia

Como si los astros, juguetones, se hubieran conjurado y sin que él apenas se dé cuenta, el destino modela la vida de Gerardo Ramos (Burgos, 1983). Creció al arrullo del fuego y la tierra. El arte de la cerámica caló poco a poco, al ritmo de la cotidianidad. Hijo de José Luis Ramos y Raquel Condado, reconocidos ceramistas de la ciudad, aquel niño jugaba con figuras de barro, trasteaba entre cacharros y hacía del torno el mejor tiovivo. Apenas contaba cuatro años cuando se asomaba a la tinaja, la movía y enloquecía con el sonido que emitía. No se produjo el flechazo con la cerámica. Todavía no. Pero, poco a poco, iba penetrando. Sí afloró una inquietud creativa que le llevó a picotear de flor en flor. Pintura, dibujo, diseño gráfico, fotografía. La cerámica era el camino fácil y, además, sabía que siempre estaría allí. Se apartó. Recorrió otras sendas, trabajó fuera de España. Al volver, en plena crisis de 2012, empezó a verla con otros ojos. 

«Al final, decidí hacer cerámica porque es donde más cómodo me encuentro, el mundo que más conozco y también por continuar el trabajo de mis padres, que está en vías de extinción». 

Gerardo Ramos Condado tenía mucho ganado. Pero quería saber más. Se matriculó en el Grado Superior de Cerámica Artística en la Escuela de Arte de Salamanca. «Son dos años, se va muy rápido, la cerámica es un proceso lento, pero sí aprendí otras técnicas que mis padres, que han trabajado muchas, no tocaban. La cerámica es infinita». Amplió su formación con Bellas Artes, en la especialidad de Escultura, más enfocada a lo conceptual, instalación, universo digital. Cuando terminó, cursó el Máster en Cerámica de la Universidad del País Vasco. Y con el mismo convencimiento de un enamorado, hizo una declaración de amor a este arte para toda la vida. 

Vivió durante un tiempo en Berango (Vizcaya), en una casa donde compartía espacios con gente de distintas disciplinas, incluidos músicos y técnicos de sonido, y contaba con estudio de grabación y local de ensayo. Allí se despertó su curiosidad por la música. «Intenté tocar la batería, pero se me daba fatal». Nunca había hecho nada antes. Recuerda divertido que ni siquiera se le daba bien arrancar alguna melodía a la flauta dulce de la EGB. Pero sí sonó la del dicho popular. Y resolvió dedicar su trabajo de fin de máster, que ya traía cola, a los instrumentos musicales hechos con cerámica. Un campo en el que apenas ha hallado referentes y con los que ha dado lo practican de forma muy puntual. 

Primero, ideó los que se le ocurrieron, sin brujulear en ningún archivo ni rastrear internet. «Luego vi que muchos ya existían, o parecidos o con el mismo funcionamiento». Encontró los udus, originarios de Nigeria, tradicionalmente de cerámica, aunque ahora ya los haya de fibra de vidrio; las ocarinas, típicas de Sudamérica; o los xum, de Asia. Su rastreo le llevó igualmente hasta objetos cotidianos utilizados para hacer música. Léase el cántaro percutido con una alpargata o una boina, que advierte como la versión íbera del udu, los tejos, una suerte de castañuelas con fragmentos de teja o ladrillo, o el silbato. 

Convertido ya en un moderno lutier ceramista, continuó con la adaptación de instrumentos conocidos. «Algunos con mejor fortuna que otros». Se le resiste la pandereta. «Es bonita, pero el sonido no es el más acertado. Si algunos se hacen con un material sí es por algo». Sí lo logró con otros como la kalimba, normalmente de madera de coco y bambú, sin antecedentes en cerámica. 

Con el apremiante tictac de su trabajo de fin de máster, siguió experimentando. «A cada instrumento le va mejor una pasta u otra y una temperatura de cocción u otra, según el sonido que quieras conseguir, más agudo o más grave». 

La exposición con unas 60 piezas alucinó a profesores y compañeros. Aprobó con muy buena nota y descubrió un camino casi inédito en la cerámica por el que transitar. 

Hace un año se instaló en Burgos. Comparte taller con sus padres y allí exhibe esa incipiente colección. Coge cada uno con delicadeza, pero sin miedo. Reitera que de música, nada, pero a todos saca un sonido. Muchos sorprendentes. Aprecia el tambor de lengüetas como su creación más original. Los tiene en porcelana, gres, refractario y loza, con distintas formas, que determinarán la melodía. Igual que los udus, con varios tamaños de cuello. Ocarinas, silbatos progresivos, triples o simples, rascadores, kalimbas, flautas... La versatilidad se aúpa como su gran virtud; su fragilidad, el mayor hándicap. 

Ramos sigue experimentando. Quitando aquí, poniendo allá. El desarrollo de los instrumentos de cuerda se encuentra entre sus retos para el futuro. «De momento, estoy más dedicado a los de percusión, pero cuando tenga más tiempo seguiré explorando», aventura este artista que reparte sus horas entre encargos, producción más comercial para empezar a ir a ferias, escultura creativa y talleres de formación, que, observa, cuentan con mucha aceptación entre el público adulto, que busca experiencias, y diferentes. 

Y es que la demanda de estos instrumentos resulta muy limitada. «Tiene que ser gente a la que le interese la música, y, además, la más alternativa, con instrumentos no reglados, que aprecien el nivel estético que tienen, que, en un momento dado, puede ser escultórico, y que valoren el esfuerzo que conlleva su realización», aboceta su autor y reconoce que entre sus planes está aumentar la producción para disponer de un muestrario más importante y poder tocar a las puertas de las tiendas de música y especializadas. De momento, solo ha convencido a amigos, pero sabe que pronto se extenderá esta melodía de fuego.