El Atila del arte sacro

R.P.B.
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Con la muerte de Erik El Belga se cierra una época en la que los saqueos en ermitas, iglesias y catedrales estaban a la orden del día

Erik El Belga jamás se arrepintió de su pasado.

«El arte es para quien se lo merece: para quienes lo aprecian y admiran, para quienes lo aman», solía repetir con impudicia Erik El Belga, el ladrón de arte sacro más famoso de todos los tiempos; el hombre que, habiéndose zafado tantas veces de la policía, no pudo escapar la semana pasada de las garras de la muerte, que se lo llevó rodeado de obras que amó como a nadie. Fue la suya, casi hasta el final, una vida de película. Erik El Belga, bautizado con el nombre de René Alphonse van den Berghe, fue durante las décadas de los 70 y 80 el Atila del más valioso patrimonio religioso de este país; tallas románicas, tapices y tablas flamencas, retablos, cuadros, cálices, cruces... Arrasaba con todo, pero sabía elegir: cuando no se trataba de un encargo (que era las más de las veces), siempre aspiraba a lo mejor, bien para mercadear con ello, bien para quedárselo y gozar, como él decía, incluso abrazado a vírgenes góticas.

Creció viendo a su madre pintar y rodeado de libros que encerraban la historia del arte. Cayó prendido de ese hechizo, de la belleza de las obras más hermosas jamás creadas por el hombre. Con el síndrome de Stendhal a cuestas, no fue raro que se enamorara de una mujer que compartía esa misma pasión.En su Bélgica natal, comenzó a trabajar como marchante de arte y anticuario. Hasta que las piezas empezaron a escasear.Antes de cumplir los 25 años decidió cruzar la línea invisible y empezó a robar. Fue la suya una carrera tan meteórica como extensa: se le imputan más de seiscientos robos, algunos de ellos cometidos en los principales museos y pinacotecas de Europa. El ‘inventario’ de este ladrón de arte no deja indiferente a nadie: robó más de 6.000 piezas, un tercio de ellas en España.

 Fue tres veces detenido, aunque sus condenas nunca llegaron a sumar los cinco años, y hasta seis países solicitaron su extradición para juzgarle por sus fechorías. Aunque en los últimos años de su vida los pasó en España como respetable mecenas, restaurador de prestigio, pintor talentoso y colaborador de la policía para identificar posibles obras de arte falsificadas y aportando su experiencia y olfato cuando se producía un robo como los que él cometió durante años, su nombre de resonancias vikingas siempre causó pavor en España, toda vez que en los territorios más deshabitados y desprotegidos (Castilla y León y Aragón, principalmente) fueron su principal centro de operaciones. No era amigo de entrevistas porque siempre fue celoso de su pasado al otro lado de ley; sin embargo, regalaba a cuentagotas pasajes de su biografía que daban la medida exacta de un personaje tan poliédrico y fascinante. Recogió varias en una suerte de libro de memorias titulado Por amor al arte (Planeta).Valga como ejemplo esta: se encontraba Erik en El Burgos de Osma para robar una de las piezas bibliográficas más importantes de la Edad Media, el Beato de Liébana, por encargo de un coleccionista de Boston. Comoquiera que se sintió vigilado, optó por huir, pero fue interceptado en Madrid. Cuando escuchó el motivo de su detención no pudo evitar reírse: le acusaban de estar en España para matar a Franco. Con guasa infinita, respondió muy sencillamente: él estaba en España «para robar el Beato de Liébana, nada más»...

Para este expoliador sin tasa el arte era una pasión irrefrenable. Pero más que un canalla, se consideró siempre una suerte de salvador.Decía que él robaba para entregar obras que languidecían en iglesias y ermitas sin ser admiradas por nadie para entregárselas quienes sí las valoraban. De Burgos, provincia que conoció al dedillo y esquilmó cuanto pudo, decía que era una maravilla, «feudo del Románico y del Gótico, pero todo su arte estaba abandonado y olvidado Cuando lo conocí, en los sesenta, no había ni carreteras.Y coincidió en un momento en el que Vaticano animó a las iglesias a desprenderse de piezas que no servían para el culto y que se guardaban en almacenes», contó en cierta ocasión a este periódico. 

Toda una leyenda. Siempre lo tuvo muy claro y lo defendió a machamartillo: «Lo que hice yo fue rescatar del olvido de siglos y de la ruina piezas maravillosas que vendí a personas que sabían apreciarlas. Y además, en muchos casos, las restauré cuando lo más probable es que, de haber seguido en aquellos lugares, se hubieran estropeado y perdido para siempre». Y también defendió que no sólo hubo robos en aquellos años, y que muchos hombres de iglesia mercadearon clandestinamente con piezas valiosas, hecho que también manifestó siempre Frederic Marés, coleccionista catalán en cuyo museo hay decenas de piezas procedentes de Burgos. 

Por las las manos de Erik El Belga pasaron algunas de las obras de arte más importantes de la historia. Siempre sintió una especial predilección por el arte hispanoflamenco, pero siempre se jactó con orgullo de haber tenido entre las manos la que consideraba pieza más excepcional de todas las que robó: el retablo de Aralar, una extraordinaria pieza de esmaltes medieval del siglo XII. «Me dolió desprenderme de esa pieza, creo que hasta lloré. Era de tal belleza...».

Erik El Belga jamás se arrepintió de su pasado. Y aunque sus últimos años los vivió en paz, su memoria le llevaba una y otra vez a los caminos de Castilla, a las ermitas alejadas y vulnerables, a las iglesias románicas y las catedrales góticas a las que tantas veces accedió de madrugada, en silencio, vestido de negro, con la adrenalina a tope, tan feliz como un niño el día de Reyes. «Como yo no ha habido ninguno», proclamó hace años en una entrevista.El tiempo avala esa afirmación: su nombre ya es leyenda.