La devoción verdadera

A.G.
-

Los Incondicionales de San Bruno mantienen su inquebrantable fe en el fundador de los cartujos, cuya festividad se celebra el miércoles, y un estrecho vínculo con la abadía y todo el entorno de Miraflores

La Cartuja es para los Incondicionales un espacio de paz y armonía. - Foto: Alberto Rodrigo

"Esto es la sucursal del cielo". La sonrisa con la que Alberto Arlanzón pronuncia esta frase le recorre de parte a parte el rostro y le ilumina los ojos, que se le hacen más pequeños. Además, cualquiera compartiría al cien por cien esa idea si estuviera, como él, un miércoles cualquiera por la mañana en la puerta de la Cartuja de Miraflores con el sol jugueteando entre los árboles y el canto de los monjes atravesando los muros del cenobio. Alberto es uno de los alrededor de setenta miembros de la asociación Incondicionales de San Bruno, que fue constituida formalmente en 1998 y que desde entonces recoge la tradición de otro grupo que con el mismo nombre se fundó, al parecer, en 1918 -aunque no queda rastro documental del hecho, la fecha ha ido pasando de boca en boca- a mayor gloria del santo fundador de la orden de los cartujos, Bruno de Colonia, cuya presencia se nota en cada centímetro de ese remanso de paz.

Junto a él pasean, entre el runrún de los turistas madrugadores, otros miembros más veteranos de la asociación como Bernardo Rodríguez de Jesús, que tiene nada menos que 88 años y que hasta hace bien poco llegaba hasta la Cartuja a buen paso para escuchar todos los domingos y festivos la misa de las 10,15 de la mañana, que ahora, una vez recuperada la medio normalidad tras la pandemia, vuelve a estar de bote en bote, y que tiene la singularidad de no incluir un sermón. Los Incondicionales se caracterizan precisamente por eso: por llegar a esa celebración caminando hasta la Cartuja llueva, nieve o truene y algunos, como Alberto, pasean hasta allí más días de la semana: "Yo vengo los martes y los jueves, me siento un rato, rezo, me relajo y me quedo como una malva. Para mí la Cartuja es una joya, ya te digo, la sucursal del cielo".

Este entusiasmo es compartido por sus compañeros y desde hace infinitamente más tiempo. El vicepresidente de la asociación, el arquitecto Pedro del Barrio, afirma que es "ejemplarizante" ver la vida de los cartujos: "Comprobar cómo son, su silencio, la paz que transmiten, la dulzura con la que viven...". La relación que mantienen con ellos es también muy cercana e informal. El presidente, Miguel Saiz, cuenta que habló hace poco con uno de ellos -el procurador- "como si fuera un amigo".

Saiz está vinculado a la Cartuja desde que con 8 años hizo la Primera Comunión. Ese mismo día su padre le llevó a ver a los cartujos y desde entonces no ha dejado de ir. Tiene 83 años. La media de edad de los socios es altísima y aunque confían en poder atraer a gente más joven reconocen que "no hay bofetadas" por entrar pero que la pasión por la Cartuja no hay que publicitarla: "Esto se vende solo, no hace falta más que se acerquen hasta aquí y vean cómo es esto, la paz que se respira", indica Del Barrio. Por si a alguien le interesa, que sepa que se paga una cuota anual de diez euros.

Los fines de la asociación, que ya ha cumplido 23 años, son promover la oración "como un medio para encontrar la armonía y la espiritualidad de la persona", desarrollar "los principios cartujanos de constancia y armonía en todos los ámbitos de la vida cotidiana" y promover la devoción a San Bruno. Para ello se pide a los miembros que asistan frecuentemente a la misa dominical de la Cartuja con visita a la capilla del santo y que acentúen en los días de la Navidad la realización de actos como la marcha por la paz publicando "carteles y folletos con el fin de proclamar la convivencia y la hermandad".

Tal marcha, que salía de la plaza de Santa Teresa para llegar a la abadía donde se cantaban villancicos, hace ya varios años que dejó de hacerse "porque los que estaban más implicados en su organización han ido desapareciendo pero nos encantaría recuperarla", precisa Pedro del Barrio.

Mientras tanto, los recuerdos se van agolpando. Fue hace más de medio siglo que Bernardo Rodríguez de Jesús conoció la historia del abuelo de su mujer, morcillero de profesión, que tenía la costumbre, junto a otros seis industriales más de la ciudad, de subir a la Cartuja y dejar, en una ventana de una casa cerca de Caballería, una piedra para indicar que habían iniciado la caminata: "Desde entonces me empezó a llamar la atención y comencé a subir yo también; más adelante conocí a otros Incondicionales, venían bastantes señores mayores, algún médico... Empecé a aficionarme y aquí sigo aunque es verdad que las fuerzas van flaqueando, hoy he subido andando y me he fatigado", cuenta, entre las sonrisas de sus compañeros, que le recuerdan que puede estar bien orgulloso de tener esa capacidad casi intacta a los 88 años. Eso es ser, de verdad, un incondicional.