Ambiente íntimo

ROBERTO PERAL
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«'Ámsterdam' es una fábula moral afilada y muy divertida que propone una reflexión fecunda sobre la invasión del ámbito privado»

El escritor británico Ian McEwan (Aldershot, Reino Unido, 1948).

En medio del fragor que ha provocado en los últimos días el estupefaciente sainete representado en los pisos más altos del Partido Popular, en el que se han esgrimido acusaciones cruzadas de toda laña y que ha acabado con la defección de unos cuantos cargos significados y la degradación sin honores del hasta anteayer indiscutido líder, apenas se ha prestado atención a un asunto menor pero que habla con elocuencia de uno de los males de nuestro tiempo, al menos en lo que al periodismo se refiere. La presidenta de Madrid, Isabel Díaz Ayuso, señalada por una supuesta comisión que su hermano habría cobrado por mediar en un negocio relacionado con el suministro público de mascarillas, ha denunciado que sus sobrinos están siendo acosados por las cámaras de televisión en las puertas de su colegio, en lo que estima, con toda la razón del mundo, una violación intolerable de la intimidad de su familia.

No es ni mucho menos el primer político que sufre de similares quebrantos, pues la privacidad hace tiempo que dejó de ser considerada digna de respeto en nuestro alborotado país y los jueces no acaban de establecer con claridad los límites que la libertad de información no debe traspasar. Al hilo de esta cuestión quiere uno traer hoy a colación una novela ácida e inteligente como pocas que propone una reflexión fecunda sobre la invasión del ámbito privado y las obligaciones que impone la responsabilidad pública, una fábula moral afilada y muy divertida que traza algunas observaciones particularmente agudas sobre la integridad y la hipocresía, ese «homenaje que el vicio rinde a la virtud». Ámsterdam, un entretenimiento de alta calidad plagado de matices oscuros e inquietantes, le valió el premio Booker en 1998 a Ian McEwan, uno de los grandes animadores de la literatura británica a finales del siglo pasado, y gira en torno a una tentación difícil de resistir: la que siente Vernon Halliday, director de un periódico londinense en imparable decadencia, después de que alguien ponga en sus manos unas comprometedoras fotografías en las que el ministro de Exteriores, el derechista Julian Garmony, que aspira a convertirse en primer ministro, posa con picardía travestido de mujer.

El liberal Halliday, defensor de la libertad sexual, resuelve publicar las imágenes a despecho de sus propias convicciones y por mucho que amenacen con destruir la vida pública y familiar de Garmony, escudándose ante sus superiores en el peligro de que este llegue a ocupar el 10 de Downing Street y aplique en el Reino Unido sus ideas reaccionarias sobre la inmigración y el servicio militar obligatorio. Pero, en realidad, lo que le mueve es la ambición de mejorar las depauperadas cifras de circulación del diario que dirige e impulsar así su propia reputación profesional: McEwan relata con precisión (y también con un sutil sentido del humor que introduce en la trama unas gotitas de misericordia) el proceso de destrucción de los principios de un periodista, demostrando de paso un notable conocimiento del hábitat de una redacción, con sus codiciosos arribistas, sus acomodaticios palmeros y sus agentes dobles.

Cuando las ventas del periódico se disparan gracias a las demoledoras fotografías, todas las reticencias internas parecen aplacarse y los más obsequiosos cubren a su director de loas por lo que se considera sin reservas una «lección de periodismo» digna de estudiarse en las facultades; pero, tras una emotiva comparecencia pública de la mujer del político humillado, los principales medios de comunicación británicos cargan indignados contra Halliday, que será abandonado por todos aquellos que antes lo respaldaban con entusiasmo y finalmente destituido de su cargo (como le ha pasado, sin ir más lejos, a don Pablo Casado en estos días demenciales).

Tampoco se libra del bisturí del escritor la inconsistencia de la opinión pública, ávida primero de asistir a la deshonra de un político sorprendido en enaguas y envuelta en una santa ira ciertamente farisea después, cuando cambia el viento y la actualidad le pone en bandeja una nueva víctima a la que lapidar.

La novela, escrita con la prosa nítida, exacta y económica que caracteriza los mejores títulos de Ian McEwan, despliega otras tramas secundarias y explora cuestiones como el verdadero valor de la amistad, la traición, el egoísmo y el espanto que produce la vecindad de la muerte. Pero es esa disección de la moral pública y del moderno desprecio a la intimidad, junto con el retrato mordaz de la ética periodística antes de que Internet arrasase con todo, lo que, en opinión de quien esto escribe, confiere todo su atractivo a un libro singular que nace de una penetrante observación del comportamiento humano y con el que su autor se alistó definitivamente en la nómina de prestigiosos literatos británicos en la que ya formaban autores como Julian Barnes y Martin Amis. Ámsterdam, además, mantiene todavía hoy una extraña vigencia que nos mueve a pensar que su parecido con la realidad política e informativa que sufrimos sea acaso algo más que una mera coincidencia.