Editorial

Fraude fiscal y economía sumergida, una deuda que también es de conciencia

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Combatir el fraude fiscal y la economía sumergida es uno de esos asuntos que todos los gobiernos españoles han señalado como prioridad durante sus mandatos y sobre el que, uno tras otro, han ido cosechando rotundos fracasos. Ronda los 300.000 millones de euros entre los dos conceptos -más del 20% del PIB desde hace más de una década- y ninguno de los tres presidentes de ese periodo ha logrado reducir una cifra que pone en evidencia no solo la escasa capacidad de las estructuras del Estado para perseguirlo sino el alto grado de connivencia de la sociedad. Para que exista fraude son cooperantes necesarios los defraudadores, es decir, una ciudadanía que para esta cuestión ha demostrado una extraordinaria complacencia con la ineficacia de los gobiernos de turno. Y, evidentemente, no es una práctica atribuible en exclusiva a las grandes fortunas sino también a actividades económicas mucho más comunes, de nuestro día a día doméstico, circunstancia que explica que esta conducta socialmente reprochable sea en España muy superior a la media europea, en torno al doble.

El Congreso de los Diputados ha aprobado esta semana nuevas medidas para luchar contra el fraude fiscal con un proyecto de ley que después de medio año de tramitación parlamentaria entrará en vigor tras salvar algunas polémicas, como la intención inicial de otorgar a la Agencia Tributaria capacidad de inspeccionar espacios privados sin previo aviso. El Supremo ha sido rotundo en este aspecto al defender que Hacienda no puede efectuar registro alguno en un domicilio o en una empresa sin haber notificado formalmente sus intenciones. Este procedimiento garantista es al mismo tiempo una escapatoria fácil para quien tenga como principio de actuación el fraude. Sin embargo, es necesario que así sea pese a que España tenga una conducta antisocial sobradamente demostrada en este campo, ante la que sería completamente razonable un endurecimiento del control del fraude.

La mejor campaña que las administraciones públicas podrían poner en práctica para combatir el fraude, con la participación activa de todos los partidos políticos sin excepción para evitar el populismo, sería explicar las consecuencias que tiene para todos no contribuir al erario público con lo que a cada cual corresponda. Precisamente ahora que el Gobierno de Pedro Sánchez anuncia subidas de impuestos para recaudar más dinero debería explicarse que ninguna sería necesaria si en lugar de tener un fraude global del 20% del PIB éste fuera de solo de la mitad. Más allá del eterno debate entre derecha e izquierda sobre subir o bajar impuestos, lo primero que debe plantearse la ciudadanía española es el daño que se hace a sí misma con un volumen de economía sumergida como el que registra nuestro país.