Donde se detuvo el tiempo

ALMUDENA SANZ
-

El éxodo rural, el mimo de sus vecinos en su conservación y su afán por 'esconderse' hacen de este pueblo un lugar ideal para decir tururú a las prisas y abandonarse a la sorpresa, como las que brinda adentrarse en la Cueva Tres Horados

La llamada Huerta Grande se extiende poderosa y pinta de verde el caserío de piedra de esta localidad de tradición de canteros. - Foto: Alberto Rodrigo

El tiempo, siempre con tantas prisas, tan ávido de llegar el primero y antes a todo, se detiene cuando enfila hacia Ahedo del Butrón. La carretera sinuosa, escoltada por árboles que crecen salvajes, el susurro desbocado de los manantiales o los viejos colmenares consiguen que ese loco se relaje, se olvide de avanzar raudo y veloz y, simplemente, camine al paso de la vida, que suena a silencio y a repique de campanas, que se cuelga de los balcones y bebe en los pilones, que suda en las eras y se asoma a la tapia de la Huerta Grande, que descubre la magia de la Cueva Tres Horados o respira a pleno pulmón en el Pico Casares. Felicidad, qué bonito nombre tienes. 

La calima roja tiñe la mañana. La pátina sepia para el álbum de fotos de este viaje sale gratis. Al margen de detalles que, efectivamente, lo colocan en el siglo XXI, uno se siente en otra dimensión, sin tambores de guerra ni nubes de humo. La cita con Juanjo Sedano, vecino que habla con pasión, auténtica devoción, de su pueblo, es en el cruce tras pasar Dobro, antes de llegar a Porquera de Ebro. Su voz cuenta la historia y canta todos los encantos de esta localidad situada en el Parque Natural Hoces del Alto Ebro y Rudrón, en la comarca de Las Merindades. 

Los dos kilómetros de esa carretera general (BU-V-5143) hasta el caserío se conjuran para preparar ese hechizo, que será total en Ahedo. Un primer desvío guía hasta los pies de la charca de Monte Grande, construida en la posguerra para el regadío de las tierras de cultivo de patata, producto estrella durante décadas, que se fue abandonando hasta la desaparición. Cruzan por allí varias rutas de senderismo, un paso acompañado por molinos de viento, aunque nada tengan de quijotescos. 

De nuevo sobre el alquitrán, comienza el encantamiento, con hayedos y robledales que bailan sin coreografía. Y el murmullo del agua que salta en una cascada, salpica la hojarasca, abrillanta el musgo verde y termina en la fuente de Silvino, en la cuneta. Y el colmenar de Marina y Jesús, con sus hechuras de antaño, sin dejarse engatusar por la modernidad, con sus dujos y sus hornillos, con su tapia alta de piedras para evitar al oso goloso. Y el resto, que picotea la ladera, menos espectaculares, pero igual de importantes para una zona donde llegaron a coexistir hasta 30. Y la ermita de Santa Marina, del siglo XVII, donde se lleva la imagen de la patrona en romería el 18 de julio (si la cosecha viene temprana se pasa a septiembre) desde tiempos ha. Y los últimos frutales. Y...

Para cuando uno ha llegado al destino, el tiempo ya ha detenido su frenesí, ha calmado su voracidad y se acompasa al devenir de la vida. 

El molino sin molienda; las eras amarrando la ladera; las antiguas escuelas que cambiaron alumnos por parroquianos de vino a media tarde; la paleta verde que pinta la Huerta Grande; Peña Castillo, donde dicen que se levantó la fortificación que originó la localidad; la señora iglesia que todo lo ve; las plazas que orquestaban el encuentro; el potro que trota sin herraduras; la coqueta arquitectura popular; los arcos medievales en las casas, con sus puertas dobles que permitían trajinar en el portal durante las nevadas; los finos acabados de las fachadas, inevitables en cuna de canteros... y esa bruja que vuela alto para seguir todos los pasos, los de pequeños y grandes. 

La eras se dibujan como una de las construcciones más llamativas. Se mantienen, y muy bien conservadas, porque se asentaban sobre buenos cimientos de piedra. ¿Época? Quizás se remonten a la Edad Media. Ningún papel lo confirma. Cada familia cuenta con la suya, perfiladas en bancales para salvar la pendiente de las montañas en las que se habilitan al carecer de espacio en otro lugar. Las hay a un lado y a otro del caserío. Se miran entre ellas. Si uno cierra los ojos aún puede sentir el trajín que generaban en agosto. Con todos en el tajo, acarreando, extendiendo y trillando, con los niños alrededor, echando una mano o estorbando, y los mayores tirando de macho. Todas disponían de su caseta para los aperos. En los últimos años son otros sus menesteres, incluido el de escenario de cuentacuentos. 

Desde estas pequeñas atalayas se aprecia el mimo puesto en el cuidado del municipio. Aunque algunas viviendas se han restaurado, todas han respetado su arquitectura popular. Grandes casas de piedra, con sus típicos balcones, sus entradas con arco de medio punto, portones de doble hoja para que accedieran los animales de carga o las solanas, ya más modernas, del siglo XIX. 

En medio de ese núcleo destaca una gran explanada de hierba, salpicada por un puñado de árboles, un lugar idílico. La Huerta Grande. Un azulejo la data en 1701. Pertenece a la casa levantada por un médico notable, alejada de los planos de la época, con tiros modernos, de influencia riojana. Su excepcionalidad ha llevado a aventurar si en tiempos remotos un convento ocuparía ese solar. Allí, se escucha el sonido de una fuente cercana, fechada en 1923. Cerca, los lavaderos, donde las señoras lavaban la ropa en verano... y en invierno. ¡Cómo se quedarían esas manos tras tanto frotar!

Los reyes son... Unos centímetros crecen todos los cachavos (apodo de los oriundos) cuando se trata de hablar de la iglesia de Nuestra Señora de la Asunción, también en la plaza del Doctor Díaz. Del románico, de finales del siglo XII, conserva la portada, atribuida a la Escuela de Silos, una de las mejores muestras de este estilo en la provincia. Llama la atención su tímpano con la escena de la Adoración de los Reyes Magos, con un curioso San José dormido, y la última de las tres arquivoltas, con la representación de los ancianos del Apocalipsis. En este pórtico de altura, donde los chiquillos jugaban aprovechando las formas de sus piedras, sobresalen dos arcos ciegos, de esa época románica, que tienen su reflejo al otro lado, ocultos tras la construcción de la torre en torno al siglo XVII. Como un Indiana Jones se siente quien tiene la oportunidad de descubrirlos antes de enfilar la escalera hacia el campanario, escenario excepcional durante la Noche de Reyes. 

El 5 de enero, desde ese lugar privilegiado, se entonan unas coplas dirigidas expresamente a cada uno de los vecinos susceptibles de aportar un aguinaldo (antaño, las fuerzas vivas; hoy, todos). 

Los Reyes son, por encima de San Simón, hemos echado la rede, hemos echado la rede, por encima la granjilla, por encima la granjilla, para que el señor Ciriaco nos prepare la tortilla, nos prepare la tortilla, los Reyes son..., canta Juanjo, agitador cultural (el grupo burgalés Yesca las grabó en uno de sus discos y Radio Valdivielso tiene colgado un pódcast con ellas). Tras cada estrofa, volteo de campanas, unas piezas fechadas en los primeros compases del siglo XVIII. Espectacular resulta la panorámica desde esas alturas, en cuyos sillares dejaron su firma el Benancio, Nicolás... Las pintadas en paredes inalcanzables son tradición vieja. 

El interior del templo, del siglo XVI, habla de un pueblo importante. Sorprenden las puertas de acceso, de madera con decoración en forja de hierro, que, cuenta la leyenda, se bajaron desde el castillo primitivo, y la escalera de caracol de acceso al coro, con un parecido razonable a la del cercano Monasterio de Rioseco.

La tranquilidad del lugar invita a dar un paseo, y descubrir los pilones con su caño, rebosantes de cristalina agua; y brujulear en el potro de herrar, restaurado, antes de perderse por la, probablemente, calle más estrecha y sombría, que sorprende por su contraste con las espaciosas vías a las que se asoman poderosas casas de piedra; pararse a imaginar la algarabía que producirían los chavales que aprendieron las reglas de multiplicar en la Escuela Nacional, 1929, y que se fue apagando al ritmo de los cantos de sirena que llegaban del norte y empujaron a muchos a preparar la maleta en los 70; soportales donde hace unas décadas se cocinaban y repartían perolas de alubias en Semana Santa y ahora disponen sus instrumentos los músicos que intervienen en el Toca, un encuentro artístico que retomarán el segundo fin de semana de julio. 

Tres horados y pico Casares. La naturaleza arropa Ahedo del Butrón. Un buen puñado de rutas diferentes se pueden realizar desde esta localidad. Hay marcados caminos de gran recorrido hacia Tudanca, Puente Arenas o Dobro. Pero si se sigue la tapia de la Huerta Grande y se enfila el Camino de Pomares hacia adelante, el visitante vuelve a viajar en el tiempo y pasar por un castro sin excavar que datan en la Edad del Hierro, con numerosos vestigios aún, antes de, con las indicaciones oportunas, alcanzar la Cueva Tres Horados, una cúpula agreste y mágica con tres bocas que le dan nombre, grandes ventanales al Cañón del Ebro, un paisaje infinito en el que se identifican los valles de Zamanzas, Valdivielso y Manzanedo. Se han escrito allí muchas líneas en la biografía de los lugareños. Historias de largas jornadas con las vacas, de siestas a la sombra, de almuerzos de pan y chorizo, de primeros arrumacos... 

Y si el papel tuviera el poder de sonar, la voz de la cantante María Sedano se elevaría con la canción dedicada a su abuela, María del Campo, natural del lugar. María nació en el campo, junto con la libertad, tiene la piel del viento, tiene los pies de hierba, y los ojos de sol... acompañaría los pasos hasta el punto más alto del Pico Casares y despedir el rato echado en Ahedo del Butrón.