Tiempo de fiesta y reencuentro

H. JIMÉNEZ
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El Burgos rural remató este fin de semana un verano en el que sus habitantes (aunque temporales) volvieron a multiplicarse. Hasta el último rincón de los pueblos -también Cueva de Juarros- se llenó de energía con el regreso de los emigrados

Agua para refrescarse ante el intenso calor de este verano. - Foto: Luis López Araico

No es el más pequeño de la provincia, ni el más envejecido, ni por supuesto el único que se ha quedado sin servicios. Cueva de Juarros no tiene nada especial y al mismo tiempo lo tiene todo, porque ejemplifica las características de tantísimas localidades de la España Vacía donde ya no existen las formas de vida del pasado y a donde llegan de refilón unos nuevos tiempos mejores para algunos, peores para muchos, y sin duda distintos. Enclavado en las primeras estribaciones de la Demanda a 20 kilómetros de Burgos capital, llegó a tener casi 130 habitantes según un censo de 1942 y ahora apena vive una treintena a diario. Hubo escuelas, el señor cura tenía una casa y el médico pasaba con frecuencia. Ahora solo lo habitan dos niños, la ermita la cuidan las señoras mayores y por el consultorio no ha asomado ni un doctor desde que llegó la pandemia del coronavirus. Hemos querido conocer cómo se vive y cómo se siente en un pequeño pueblo castellano a lo largo de las cuatro estaciones del año. Esta es la crónica de su verano.

La bici y el río. Pedalear sintiendo la libertad porque alejarse un kilómetro equivale a viajar a la otra punta del globo. Meter los pies en el agua y chapotear, quitarse la camiseta para sentir el sol que ya no quema de la última hora de la tarde. Buscar pececillos, organizar carreras de briznas de hierba cauce abajo. En esos gestos reside la más pura felicidad del niño que pasa el verano en el pueblo. 

Arancha, Ignacio, Alejandro y Lili han vivido así buena parte de estos últimos meses. Quizás ellos no lo sepan todavía, pues a su corta edad aún no conocerán, por fortuna, las preocupaciones y desvelos de la vida adulta, pero han estado muy cerca del paraíso terrenal. Son cuatro de los miles de niños que han disfrutado de unas vacaciones eternas en el mundo rural, y además ellos lo han hecho en Cueva de Juarros. 

Pequeños, medianos y mayores volvieron a reencontrarse en las fiestas sin las restricciones del coronavirus.Pequeños, medianos y mayores volvieron a reencontrarse en las fiestas sin las restricciones del coronavirus. - Foto: Luis López Araico

Los dos primeros son los únicos infantes que viven todo el año en el pueblo. Los conocimos hace medio año, saliendo de madrugada de su casa, desayunando a toda prisa y con  la legaña pegada al ojo para poder llegar a tiempo al colegio. Ahora ejercen de cicerones de los amigos llegados de la capital o de otras provincias, en medio de unas vacaciones que para ellos son eternas.

Por unas pocas semanas se multiplica la vida de esta localidad a la que Diario de Burgos está siguiendo todo este año para conocer cómo transcurren las cuatro estaciones en la España vacía.

Comprobamos el absoluto silencio del invierno, asistimos al despertar de la primavera y ahora disfrutamos del jolgorio del verano que es, sin duda, el tiempo de la explosión de vida, de la alegría y de los reencuentros.

El chunda-chunda del DJ durante las fiestas de julio.El chunda-chunda del DJ durante las fiestas de julio. - Foto: Christian Castrillo

El buen ambiente se extiende durante semanas. En camiseta y sandalias da tiempo a charlar de todo y de nada. Son esas conversaciones intermitentes que duran horas y que permiten ponerse al día a la familia y a los amigos. Y el punto culminante llega con las fiestas del cuarto fin de semana de julio.

Ahí es cuando no cabe un coche más aparcado en la plaza, cuando se encienden las luces de casas que parecían abandonadas  y cuando se cuelga ropa de todos los tendales porque han regresado a su tierra natal, aunque solo sea de forma pasajera, los emigrantes de lejos y de cerca. Ese es el momento en el que definitivamente se olvida el reloj porque se desayuna a las 12, se come a las 4 y se cena a las 11 de la noche. El único plan es descansar, divertirse y pasar un buen rato entre los seres queridos.

Rápido lo ha aprendido la pequeña Isabel, de dos años. Ella que venía con sus estrictos horarios de la República Checa (donde vive con sus padres) y nada más llegar a casa de los bisabuelos Seve y Mili se le desmontó cualquier programa. Su padre, Iván, es cuevacho y venía perfectamente mentalizado del descontrol. Pero su madre, Sandra, es checa y lo lleva regular. No es la primera vez que viene, pero no termina de entender cómo es posible que a las 9 de la noche, presunta hora de dormir de la niña, el plan sea ir a ver a los patos sin haber terminado la cena y con la casa llena de gente hablando a un volumen considerable.

Decenas de jóvenes de botellón en rincones oscuros.Decenas de jóvenes de botellón en rincones oscuros. - Foto: Christian Castrillo

«Soy profesora de español y conozco estas costumbres, pero aun así alucino», confesaba resignada Sandra. Mientras tanto a su marido, jefe de ingeniería de una planta del Grupo Antolin en la localidad de Ostrava, se le veía disfrutar de lo lindo con el ambiente y la posibilidad de pasar unos días en casa: «Soy un apasionado de mi pueblo, disfruto volviendo siempre que puedo, aprovecho para escaparme hasta cuando tenemos reuniones en Burgos», decía Iván.

Como aquí, en ningún sitio
Como Cueva no hay nada, sostiene, en una variante del clásico «como en España no se vive en ningún sitio». Pero las condiciones laborales son mejores en Chequia y por el momento es difícil plantearse un regreso. Mientras tanto, aprovechando las dos semanas que podrá disfrutarla a tope, al abuelo Javier se le cae la baba jugando con su nieta Isabel en el idílico cauce que da la bienvenida al pueblo. A él tampoco le importa que se haga un poco más tarde o que se descuadren las rutinas. Hay cosas mucho más importantes y la niña es ahora el centro del universo para toda la familia que no puede disfrutarla el resto del año.

Unos metros más allá, siguiendo ese mismo arroyo, Santiago Alegre se afanaba en su huerta. Tiene (o tenía, porque en estas semanas la naturaleza habrá hecho su trabajo) unas espléndidas cebollas y berzas, judías y acelgas, unos magníficos tomates, que cultiva con mimo pero al mismo tiempo con miedo a que alguien se los destroce. Al estar al pie de la carretera nunca están libres de los amigos de lo ajeno. Hay gente que debe creerse que lo que no está vallado es de propiedad comunal...

Tiempo de fiesta y reencuentro en Cueva de Juarros.Tiempo de fiesta y reencuentro en Cueva de Juarros. - Foto: Luis López Araico

A su lado aprovecha las últimas luces del día otro Alegre, en este caso José, de 81 años aunque no los aparente ni de lejos. Residente en Pamplona, lleva desde los veinte fuera de su pueblo pero siempre trata de volver a pasar unos días a su tierra de origen. Los hijos ya no vienen y su mujer está unos pocos días, pero él alarga la estancia durante una temporada algo más amplia. Alumno de los maristas de Burgos, trabajó unos años en Estándar Eléctrica y después fue durante mucho tiempo operador técnico en Telefónica. Entre regadera y regadera, admitía que en los últimos años el progreso tecnológico vació de contenido buena parte de sus tareas hasta que la prejubilación fue inevitable. Ahora disfruta, en deportivas y pantalón corto, del ritmo pausado del pueblo y regresa caminando desde la huerta a su casa, satisfecho con el ejercicio suave y la conversación con su primo.

Todo esto ocurre en una tarde de sábado, en el breve descanso que medió entre el final de la 'Gimkana cuevacha' y el concurso de disfraces. Este último lo presentaron Fran y Yuvi, ambos nacidos en venezuela, él de padre originario de Cueva de Juarros y cuya historia vital es la del regreso en segunda generación de las familias que se fueron a hacer las américas.

Mozos y mozas currantes
La pareja, que son los padres de los niños Arancha e Ignacio, regala sonrisas de forma permanente. Hoy no podía estar más emocionada con sus disfraces de vikingos y sus bandas acreditativas de los títulos de 'mozo y moza' de las fiestas, la versión castellana del 'mister y miss' de los concursos de belleza y simpatía. Por el escenario pasaron niños y mayores ataviados de la patrulla canina, de cocineros, sevillanas, tortugas ninja o de las componentes del Radio Patio de 'Aquí no hay quien viva'.

Sin tiempo para verlos ni para quedarse a confirmar cuál era el ganador andaban el grupo de Elena, Candela, Cristina, Ainara o Adriana. Todas jovencísimas, de entre 16 y 19 años. Ninguna residente en Cueva, pero todas apasionadas por el pueblo de sus antepasados. Tanto que se han pegado una paliza organizando buena parte de las fiestas. Sarna con gusto no pica, y ellas lo han disfrutado a la par que sufrido.

«Pensábamos que no iba a haber», confiesan modestas, «pero dos semanas antes el alcalde nos reunió y nos pidió que colaborásemos», relatan. A base de buscar patrocinadores hasta debajo de las piedras lograron recaudar el dinero necesario para contratar dos pinchadiscos, la charanga o los hinchables. Y lo que no consiguieron a base de publicidad lo ingresaron mediante la explotación de dos barras simultáneas con «precios populares». 

Una era exterior, junto a la plaza. La otra interior, en el gran salón de las antiguas escuelas, donde se refugiaban del relente de las madrugadas y donde la música y el baile se alargaba hasta más allá del amanecer. «Todo lo que sacamos es para el pueblo», advertían ante cualquier suspicacia. Han trabajado por amor al arte, con el entusiasmo de quienes se habían quedado dos años sin celebraciones por culpa de la pandemia y la energía inagotable que proporciona la juventud y que ayuda a sostener la 'macarronada' de primerísima hora de la mañana que permite aguantar unas horas más.

De ese mismo grupo forma parte Ángela. Nació en Sanlúcar de Barrameda, pero todos los veranos vuelve un mes al pueblo de su padre. Vidal, maestro veterano de cuando las oposiciones eran estatales, sacó la plaza en los años 70 y primero se fue a Canarias y luego a la bahía de Cádiz. En esa tierra sureña «es fácil hacer amigos», relata, y así conoció a Concha, una cordobesa también maestra que desde entonces es su mujer. Entre los dos han restaurado una preciosidad de casa, donde se mezclan la austeridad de los aperos de labranza castellanos con las paredes encaladas y los adornos coloridos propios de Andalucía. 

Simpáticos desde el primer segundo, explican con verdadera pasión lo que han conseguido echándole horas de sus vacaciones para tener un espléndido lugar en el mundo donde descansar y desconectar. «Aquí pasamos unos días maravillosos, sin wifi y casi sin cobertura», relatan felices al unísono mientras sacan una manzanilla y de fondo empiezan a sonar los primeros compases del chunda-chunda del DJ.

Del DJ al  programa cultural
Fue atronar el reguetón y surgir, cual insectos volando hacia una bombilla, decenas de chavales que estaban haciendo botellón en los rincones oscuros del pueblo a donde nunca llega la luz de las farolas. De las tinieblas a la luz, se agolparon en torno a los altavoces para sufrimiento de sus tímpanos y goce de sus hormonas adolescentes. 

Daba igual que no se conocieran. Eran grupitos llegados de los pueblos de alrededor y todos venían dispuestos a lo mismo: simplemente pasarlo bien. «Venimos porque en la ciudad no hay nada», admitían los componentes de una de las cuadrillas más afortunadas, que habían pillado banco y mesas de piedra junto a la plaza. Ron, ginebra y coca cola componían su avituallamiento básico para superar, al menos, el primer tramo de la noche.

Más allá de las fiestas y sus juergas nocturnas, el Ayuntamiento se ha esforzado en elaborar un programa cultural bien completo al que han asistido decenas de personas a lo largo de todo el verano. Han visitado Burgos de la mano de una guía turística, han aprendido sobre las variedades de pan, sobre los orígenes de la ermita de la Virgen del Cerro, han flipado en el taller de papiroflexia de Daniel Bermejo y tuvieron el añadido solidario de una donación de sangre.

Un cosmopolita con Tinder
Quién sabe si en el corto plazo, o quizás dentro de unos años, el programa habrá de completarse con un concierto de Alberto, al que muchos en el pueblo conocen con el mote de «Garbancito» que alguien le puso de pequeño y que él sigue confesando orgulloso. Este joven nacido en Barcelona, de madre cuevacha, lleva 10 años viviendo en Berlín aunque pasa largas temporadas en su pueblo.

Se gana la vida en una empresa informática y tiene la enorme suerte de poder teletrabajar, así que el verano y parte del otoño los disfruta en Burgos. «Yo aquí tengo mi sitio en el mundo. Eso es la bomba. Hay gente que no tiene un lugar donde ir, no tiene una referencia, no tiene nada. Aquí basta con salir a la plaza para encontrar a gente conocida. Quiero envejecer aquí», relata con un entusiasmo admirable.
Alberto es un apasionado de la recolección de moras, de nueces o de setas, pero sobre todo es un enamorado de la música. Toca varios instrumentos (batería, guitarra...) y le gustan muchos estilos. Ha comprado una casa vieja en pleno corazón del pueblo y quiere habilitar dentro de ella un estudio de grabación. «Yo espero crear algún día algo que guste, que triunfe». 

Sueña con un éxito nacional o internacional, pero por ahora se confirma con poco y demuestra un carácter campechano que le lleva, por ejemplo, a apuntarse a las cenas de ganaderos de los miércoles.  En ellas comparte la experiencia de la vida con gente totalmente diferente a lo que podría esperarse de un cosmopolita que habla francés, alemán e inglés, que ha vivido en varias capitales europeas y que tiene instalado el Tinder «por si acaso», porque nunca sabes en qué pueblo de la sierra burgalesa te surge el amor de tu vida.

Para los niños y los mayores, para los lugareños y los forasteros. Para todos acaban ya los días eternos, vuelven el horario laboral o el cole y las consecuencias de todas esas obligaciones vaciarán Cueva de Juarros. Finaliza la temporada estival que es casi un sinónimo de alegría, aunque el implacable paso del tiempo traiga también sus penas, como el fallecimiento del señor Aurelio, el padre del alcalde, que murió a primeros de agosto a sus 87 años. 

Toca ir dando carpetazo definitivo a los calores y afrontar la última parte del año, por mucho que hasta que las heladas congelen de nuevo la vida del pueblo aún queden los coletazos de algunas actividades. La primera cita otoñal, o la última veraniega si se prefiere, llegará el próximo sábado día 10 con la XV Carrerita, un evento deportivo-solidario a beneficio de Apacid. A pie o en bicicleta, lo importante es participar y cerrar como se merece este esperadísimo verano del regreso a la normalidad. 

Tiempo habrá de pensar en el otoño y las facturas de la luz o del gas. De momento, a los cuevachos que les quiten lo bailao, que ha sido mucho.

Rodrigo y Andrés, la primera boda civil

La de Rodrigo y Andrés no fue una boda cualquiera. Fue el primer enlace "por lo civil" de la historia del pueblo, y encima se celebró bajo la cueva que da nombre a la localidad. El lugar más especial posible para un evento que congregó a casi todo el pueblo a finales de junio y que fue el primer gran acontecimiento puramente veraniego, aunque el día amaneciera fresco y nublado.

Llegaron ambos, elegantemente vestidos para la ocasión, del brazo de sus respectivas madrinas. Pili, la madre de Rodrigo, había preparado unas palabras para la ceremonia pero casi no pudo pronunciarlas, agradecida y emocionada ante la "gran familia" de los cuevachos. Andrés, la parte foránea de la pareja, recordó la primera vez que fue al pueblo 15 años atrás, los veranos en la chabola, con la bici y en Cuzcurrita. "Estar aquí es la felicidad", remataba ante su recién oficializado marido y el nutrido grupo de invitados que se había citado al abrigo de la roca.

Y como oficiante, Jesús, el alcalde, también encantadísimo de poder festejar el amor entre dos personas muy apreciadas en el pueblo "porque os hacéis querer", les dijo sin rodeos ante la concurrencia. Fisioterapeutas y residentes en Santander, donde tienen su clínica, tras el acto formal en la cueva acabaron invitando a todo el pueblo a un pincho en la taberna. Allí, en aquel lugar y aquella hora, solo había espacio para la felicidad.

Relevo en la taberna

Margarita y Tomás han tomado el rumbo de la taberna este verano. Sergio llevaba solo unos meses al frente del local recién reformado gracias al trabajo desinteresado de los vecinos a lo largo del invierno pasado, pero lo dejó en plenas fiestas. Ha sido esta pareja de colombianos, madre e hijo, la que finalmente se ha embarcado en toda una aventura personal y profesional. A sus 58 y 29 años respectivamente, nunca habían tenido un negocio parecido así que han debido acostumbrarse a las especialidades gastronómicas que suelen triunfar por la zona (callos, patitas, asadurilla y hasta hamburguesas).

Abrieron a mediados de agosto y en este tiempo, además de muchísimo trabajo, han encontrado "un pueblo súper abierto, gente muy amable, que nos está ayudando porque yo no tenía ni idea de servir una caña, de preparar bien un calimocho o un gin tonic", relata Margarita con el acento sonoro del país cafetero y con la sonrisa puesta.

Ilusión no les falta. Por ahora, el jaleo del verano ayuda a mantenerla. La prueba de fuego llegará, como pasa en todos los pueblos pequeños, cuando las eternas noches del invierno reduzcan la clientela al mínimo. Siempre quedará el vermú y las comidas de fin de semana.