Rusia a voces

ROBERTO PERAL
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«'El fin del Homo Sovieticus' ilustra la desintegración de la URSS en su verdadera escala, la del ser humano insignificante y olvidado»

La autora bielorrusa Esvetlana Aleksiévich, en octubre de 2015, tras conocer que había sido galardonada con el Premio Nobel de Literatura. - Foto: Reuters

Además de llenar nuestros telediarios de imágenes devastadoras de familias que intentan alejarse de las bombas y situarnos ante la perspectiva insólita de una guerra europea, los combates en Ucrania han despertado entre los españoles una rusofobia de nuevo cuño que, lejos de centrarse en el sátrapa Putin, se ha extendido a todo aquel que hable con el acento que ponían los malvados de aquellas películas que Hollywood produjo en serie durante los tiempos de la Guerra Fría. Y, sin embargo, pocos se preguntan qué está ocurriendo en realidad en el país más extenso del planeta, y por qué demonios, junto a las manifestaciones antibélicas sofocadas por la policía del régimen, en Moscú y otras ciudades de Rusia un sector significativo de la población alienta un sentimiento nacionalista que defiende la unidad étnica y cultural de los dos países que miden estos días sus fuerzas a cañonazo limpio.

A uno se le ocurre que una de las vías para intentar entender las emociones que alberga la población rusa acaso sea leer El fin del Homo Sovieticus (2013), de la ganadora del Nobel Svetlana Aleksiévich, un trabajo periodístico de hondo calado literario, lúcido y desgarrador, que recorre, a través de los testimonios de un gran número de mujeres y hombres corrientes que la vivieron, la historia reciente de Rusia, desde los años del terror estalinista y la Segunda Guerra Mundial hasta los promisorios días de la perestroika y su precipitación en un sistema capitalista descontrolado y matón dominado por la cleptocracia y el poder de las mafias. Aleksiévich, bielorrusa nacida en Ucrania, escritora en ruso y firme opositora a Putin, recogió durante 30 años, grabadora en mano, las voces de varias generaciones de ciudadanos de a pie (supervivientes de los gulags, médicos, camareros, antiguos funcionarios del Kremlin, soldados, profesionales liberales, jubilados…) para levantar un colosal relato sinfónico que tiene la virtud de ilustrar la desintegración de la Unión Soviética en su verdadera escala, la del ser humano insignificante y olvidado cuyo destino se vio ligado a esa convulsión; es decir, en el espacio «donde todo sucede realmente».

Esa «historia en miniatura», tal amalgama de diminutos recuerdos personales, va completando el retrato de un tipo bien singular, el sovok, el ciudadano ruso apegado al recuerdo de los tiempos soviéticos, quien, a pesar de los padecimientos terribles de que fue testigo o incluso víctima y la cercenación de libertades impuesta en la URSS, añora el país poderoso que le ofreció un alto nivel de educación, puso en órbita a Yuri Gagarin y se colocó en la vanguardia de la ciencia y la industria militar mundiales. A cambio, el sovok, desilusionado y perplejo, siente que habita en una patria que ha perdido su identidad, arrojado a la basura la grandeza de su pasado, cambiado un ideal firme por un sistema insatisfactorio que le ha despojado de toda una red de protección social y le ha reducido a la condición de ciudadano de segunda categoría. Un militar de alto rango, simpatizante de primera hora de la perestroika, expresa su frustración en un pasaje del libro: «Yo soy un patriota, y le digo que estamos viviendo el período más vergonzoso de toda nuestra historia. Somos una generación de cobardes y traidores. Esa será la sentencia de nuestros hijos cuando conozcan lo que hemos hecho. ''Nuestros padres vendieron un gran país por un puñado de tejanos, cigarrillos Marlboro y unos chicles'', dirán. Hemos sido incapaces de preservar la URSS, nuestra patria».

Contra lo que un análisis superficial parezca indicar, lo que trasluce este tipo de testimonios, de los que está plagado El fin del Homo Sovieticus, no es propiamente el anhelo de regresar a los tiempos soviéticos, sino la convicción que tantos abrigan de haber perdido su país, de que han cambiado una utopía por un supermercado en el que apenas pueden comprar nada («¿Dónde están ahora los que animaban a Yeltsin? Creían que vivirían como los estadounidenses y los alemanes, pero ahora vivimos como los colombianos»). La nostalgia más reciente por el periodo soviético, la que expresan los jóvenes que visten camisetas con el retrato de Lenin y que el propio Putin se afana en alimentar, no se relaciona tanto con el marxismo como con un nacionalismo creciente que sueña con ampliar la influencia rusa en el mundo. Son muchos, a tenor de los testimonios que recoge el libro, los que creen en la naturaleza excepcional de su patria, en el destino singular al que está llamada, y un líder como Vladimir Putin alimenta esas esperanzas, por muy vaga y cambiante que sea la forma que adoptan. «A los rusos no nos basta con vivir y punto: tenemos que vivir para algo. Queremos participar de algo grande, algo que nos trascienda como individuos», se lee en otro capítulo. 

Existen, claro, otros puntos de vista, como el de la propia Aleksiévich, que ha declarado en repetidas ocasiones que prefiere una nación «digna» a una nación «grande». Atender a todos ellos nos puede brindar una idea más veraz y comprensiva de quiénes son y qué sienten todas esas personas, equilibristas entre Europa y Asia, de cuya caricatura nos burlamos en estos días aciagos.