Cuando trabajar en un archivo era asunto de riesgo

ESTHER PARDIÑAS
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Hasta el siglo XVIII, el archivo, como lugar de custodia, servía también para guardar dinero, alhajas y cualquier cosa de valor. Ocupaba varios espacios

El llamado Cofre del Cid, que nunca perteneció a ese caballero, y que servía para guardar los documentos del Común. - Foto: Alberto Rodrigo

No podemos obviar que los archivos tal y como los conocemos ahora son una creación moderna. El cuidado del patrimonio y su custodia es un concepto bastante actual que no tiene nada que ver con el cuidado de los documentos y papeles depositados en un archivo en los siglos anteriores. Los documentos tenían valor mientras mantenían su vigencia: privilegios, bulas, compraventas y demás dejaban de tener valía una vez que se extinguían los bienes, valores o inmunidades que representaban y entonces simplemente se desechaban.

El archivo como lugar de custodia, servía también para guardar el dinero, las alhajas y todo lo que tuviera algún valor, y en un principio no fue un solo espacio, los documentos depositados en arcas y armarios ocupaban sacristías, capillas y distintas dependencias que por su poca accesibilidad permitían su guarda. Es a partir del siglo XVIII cuando empieza a tomarse conciencia de la necesidad de custodiar y salvaguardar los documentos de los archivos per se. No nos entretendremos en las vicisitudes del archivo catedralicio y los lugares en los que estuvo hasta el día de hoy. Nos ocuparemos de la gran reforma y ordenación que se llevó a cabo en el archivo desde el 1773. 

La necesidad de ordenar el archivo arzobispal, cuyos documentos estaban en parte junto a los del cabildo en el llamado Archivo Común, hizo que el arzobispo José Javier Rodríguez de Arellano, con espíritu reformador dispusiera el inventario de los legajos pertenecientes al palacio episcopal, a pesar y a sabiendas de que ni siquiera podía hacer una visita pastoral al archivo de la catedral, según estipulaba la Concordia Alejandrina, de 29 de septiembre de 1492 (este acuerdo regía la jurisdicción entre el cabildo y los arzobispos).

La llegada de nuevos fondos provenientes de las abadías y arcedianatos (dignidades) que pertenecían al cabildo, que Fernando VI había anexionado a la mesa capitular, así como de los fondos del Hospital de San Lucas, que pasan del convento de la Madre de Dios al archivo del cabildo, y el hecho de que cada vez sea más difícil que archivistas y diputados encuentren los documentos que se les solicitan en el maremágnum del archivo, serán el pistoletazo de salida para la ordenación del archivo.

No es hasta el 1 de junio de 1774 cuando se ofrece Lorenzo del Cueto Latorre y Zulueta a organizar, compulsar y componer los documentos del archivo catedralicio. Se le admitirá para trabajar durante ocho horas diarias y con un salario de unos 23 reales diarios, junto a tres amanuenses. Con ellos trabajarán Pedro Domingo Sotovela, Domingo Antonio del Portillo, archivistas ambos, y el canónigo Diego Antonio de Castro, aunque éste desde el primer momento mantuvo diferencias con Lorenzo del Cueto, y suspicaz, se oponía a su presencia.

Lorenzo del Cueto estaba auspiciado y avalado por el conde de Villariezo (como curiosidad diremos que el actual conde está casado con Esperanza Aguirre). Este anticuario, escribano del rey y traductor de letras antiguas llevaba ya una amplia trayectoria en los archivos, había ya reorganizado el de la casa condal y los archivos de la colegiata de Valpuesta, Vitoria, Orduña, Santander, Medina de Pomar, Briones y el archivo de la iglesia de San Esteban. Bien conocido y solicitado por tantos, sus honorarios no eran nada baratos. Mientras trabajó para el cabildo demandó varias veces aumento de sueldo para llegar a los 30 reales diarios que había percibido en otros lugares y reclamaba, además, que se le pagaran los días festivos que trabajaba. Esto, junto a su novedosa forma de proceder en la reorganización, hizo que algunos de los canónigos no estuvieran de acuerdo con su elección, a pesar de su fama, y que llegaran a pedir el cese de la traducción de los papeles antiguos y de la realización del Índice General, que debía culminar todo el proceso de ordenación.

Sin embargo desde el primer momento los informes que se sucedieron sobre el archivo señalaban un estado del mismo bastante deficiente y nada operativo a la hora de buscar los documentos que se hacían necesarios en el día a día de la catedral. Se perdía mucho tiempo buscando privilegios, escrituras de censo y otros papeles que debían estar dispuestos para su presentación en pleitos, y muchas veces no aparecían. 

Sobre la sala capitular. Se encontraba el archivo en estos años de los que nos ocupamos, situado donde le conocemos hoy, sobre la sala capitular, conformado por el llamado Archivo Común, y es el momento de destrozar una leyenda, porque los documentos del Común se guardaban en el llamado Cofre del Cid, que nunca perteneció a este caballero y que es un arca de archivo que probablemente en el s. XIX, despojada de su uso para guardar papeles, dio origen a la leyenda. Este archivo se denominaba Común porque contenía papeles de la mitra y del arzobispado y algunos privilegios del cabildo, con un índice de todos ellos, pero que se encontraba en mal estado y desordenado.

Existía también un armario con los libros de valores y tazmías (libros de cuentas que detallaban lo que se debía diezmar), las actas de la Congregación de las Santas Iglesias, y el resto de documentos se guardaban en cajones de nogal, señalados con las letras del Abecedario, y cajones de pino numerados, pero muchos escritos se hallaban sin colocar y sueltos, entre ellos los del hospital de San Lucas, y se desconocía incluso lo que contenían muchas escrituras antiguas porque no había nadie que pudiera leerlas ni clasificarlas. Gran cantidad de documentos se hallaban dispuestos en atadillos y amontonados por los suelos, creando un feo panorama, y también se contabilizaban en el archivo capitular los fondos de Registros y Libros Redondos, que muchos investigadores de hoy conocen muy bien. 

A pesar de las diferencias entre archiveros y colaboradores se pusieron a la labor y resultó ser un empeño muy duro, largo y dificultoso, por lo ingente de la ordenación. No faltan las referencias a las dificultades de los aspectos técnicos que no podían salvar, como el hecho de que por estar algunos documentos encuadernados no se podían poner con un sistema cronológico o topográfico sencillo sin destruir la encuadernación, y la elaboración del Índice General, que culminaría la reorganización y recogería con claridad el extracto de cada documento y su colocación en el archivo, parecía cada vez más lejana y ardua, muy ardua.

En 1775 se pedía a todos los capitulares que echaran una mano en el archivo, quienes por turnos debían ponerse a las órdenes de los archivistas «por ser un trabajo penoso y gravoso». En estas fechas Domingo del Portillo, fabriquero y archivista, enferma y tiene que dejar sus múltiples ocupaciones, entre ellas la coordinación de los documentos capitulares. A todo eso se unía la dureza del trabajo en sí, el polvo, la manipulación nociva de los sellos de plomo, la falta de luz, el frío, (quién ha trabajado en la catedral puede dar fe, aún ahora, de ese frío excesivo). El invierno de 1774 a 1775, especialmente inclemente, hizo que se interrumpiera la labor en el archivo durante esos meses, y que la ordenación se continuara en las oficinas de la Contaduría, situadas en las casas del Comunal (pegadas a la fachada de Santa María de la Catedral).  En la Contaduría capitular no había sitio, pero pese a la incomodidad, se colocaron allí más mesas, estantes y cajones, y allí fueron a parar los amanuenses empleados. 

A pesar del traslado, las situaciones extremas que vivieron los amanuenses del archivo hicieron que algunos de ellos se indispusieran de gravedad y hasta murieran. El anticuario Manuel Abadía, que trabajaba como amanuense a las órdenes directas de Lorenzo del Cueto, enferma de peligro y tiene que irse a su tierra a recuperarse durante largos meses. En 1780 continúa trabajando como oficial del archivo y aquejado de dolencias, aunque en ese año se considera que su presencia ya no es necesaria y se pierde su rastro. Peor suerte tuvo el amanuense Felipe de Bustamante, contratado por el cabildo, que por el exceso del trabajo y las duras condiciones, así mismo lo expresa el archivero Pedro Domingo Sotovela, enferma gravemente del pecho y fallece poco después. 

Este archivero, tal y como están las cosas, pide que se nombre a otros oficiales para el trabajo del archivo y que se libere de su empleo en la Contaduría a Enrique de Porras, oficial segundo de mayordomía, para que pueda dedicarse en exclusiva al archivo, porque «ya tiene mala salud y mala vista por el exceso de trabajo». También solicita que se dedique completamente a Francisco Bernáldez, otro oficial, a escribir en el archivo; este oficial también será despedido en 1780.

Continuaba diciendo Sotovela que el índice había avanzado mucho, a pesar de que al escribiente solo se le pagaban dos reales y medio diarios. En esta situación aprovecha Lorenzo del Cueto a pedir un aumento de salario, argumentando que tenía que enseñar a los amanuenses y encargarse de la mayor parte del trabajo, incluso leer y anotar. También solicitaba un salario para el amanuense que se encargaba de las compulsas de documentos, pues trabajaba también los días festivos aunque nunca lo había hecho en ningún otro trabajo de ese tipo, y con lo que obtenía no podía mantenerse, lo que le obligaba a irse y buscar mejor suerte en otro lugar. 

El 13 de diciembre de 1776, una provisión de Carlos III ampara al archivo catedralicio impidiendo que se saquen los documentos originales de él, y promoviendo que se hagan copias y compulsas en presencia de los archiveros y oficiales, y  señala la labor que en él está haciendo el escribano del rey Lorenzo del Cueto, y se especifica que por estas fechas ha recopilado ya miles de escrituras en 84 volúmenes, 101 libros y 113 registros. Que son algunas de las grandes secciones documentales que nos han llegado hasta hoy. 

Por fin el 4 de septiembre de 1777, el archivero Pedro Domingo Sotovela, que soportó estoico y como nadie todos los trabajos, pesares, fríos y enfermedades de estos años, presenta 24 volúmenes a los que se habían reducido todos los extractos de los documentos, faltaba aún el famoso Índice General por concluir, que esperaba fuera de cuatro tomos. Recibió, como no podía ser de otra forma, las felicitaciones del cabildo por su inmenso trabajo.

En esta última parte de la labor ya no participará Lorenzo del Cueto, en junio de este año de 1777 había vuelto a pedir un aumento de sueldo, exponiendo que llevaba trabajando allí casi tres años, en una labor que le hubiera llevado seis, pues había que contar con el trabajo extra del dichoso Índice General, y que también había caído enfermo, sin que se le diera nada, ni siquiera en los días festivos, y se comprometía a permanecer hasta terminar los índices generales sin marcharse ni trabajar en otros lugares ni archivos, (cosa que hacía) y terminaba diciendo  «y se dedicará con rigor de aritmética y orden cronológico de las fechas, para colocar los papeles con la mayor distinción y claridad». No hubo acuerdo, así que se dio por finiquitada su labor, y el traductor de letras antiguas marchó a otros menesteres.

En 1779, con la obra del Índice General ya muy adelantada, el canónigo Pedro Guiral Artacho pide que se suspendan los trabajos en el archivo durante los días festivos, para que los diputados capitulares puedan asistir a las celebraciones del coro y atender al culto, y así se contempla desde entonces. No será hasta 1781 cuando el Índice General sea presentado por Pedro Domingo Sotovela, que durante estos años dará informe puntual al cabildo sobre su elaboración, dándose prácticamente por concluida la labor de reorganización y ordenación.

Esta ordenación que ha prevalecido hasta hoy y que no fue la única, aunque sí la más importante, hizo que el archivo de la catedral conservara admirablemente sus documentos, y aunque hoy ya no se usa su Índice General, ni los tomos de extractos documentales, la labor y el sacrificio de todos los que trabajaron en él quedan para la memoria e historia del archivo catedralicio.