«Debemos replantearnos la concepción de las becas Erasmus»

R. PÉREZ BARREDO
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Claudia Martínez Molinero, estudiante burgalesa de Periodismo y Filología Hispánica, sí que ha podido encontrar en Roma un alojamiento donde disfrutar su experiencia Erasmus. Ella reside en el Trastevere, lejos de la zona universitaria

Claudia -en el centro, con blusa blanca- junto a otros estudiantes.

Un día, dentro de no demasiado tiempo, será una gran periodista. Lo tiene todo para que así sea: es inteligente, sensible, intuitiva, observadora, discreta y escribe como los ángeles. Con raíces en Huerta de Rey, Claudia Martínez Molinero representa hoy la cara amable del programa Erasmus: este periódico contaba la semana pasada cómo tres estudiantes burgalesas, que habían elegido la Ciudad Eterna para realizar este curso, tuvieron que regresar sin poder cumplir ese anhelo porque no encontraban un alojamiento. Claudia es una excepción. Hoy se muestra encantada de las primeras semanas de esta experiencia única. Y, además de su carácter siempre positivo, cuenta con la mejor de las guías: entre su equipaje se llevó Memoria de la melancolía, una de las más hermosas autobiografías jamás escritas que tiene como gran protagonista a Roma y que es obra de otra articulista, escritora y burgalesa como ella: la gran María Teresa León.

Claudia explica que si ella está hoy cumpliendo su sueño romano es por ser previsora: «Mi aventura había comenzado en verano, cuando busqué alojamiento junto a otra compañera de la universidad. Roma tiene los altos precios de las grandes urbes y tanto la comida como los pisos son visiblemente más caros que en Burgos. Las ofertas estaban en un conflicto constante entre la decencia y la lejanía, lo que quiere decir que para encontrar un salón, limpieza y luz con un alquiler no desorbitado era necesario salir de la zona universitaria, ubicada en los barrios de San Giovanni, San Lorenzo y Piazza Bologna. Para muchos estudiantes, Roma empieza y termina en esos guettos de habla española. Yo intentaba huir de una experiencia que pasara de puntillas y sin cariño por la ciudad, no quería volver a Burgos sin conocer con los ojos cerrados cada calle y cada monumento o sin poder hablar un italiano decente. Por eso escogimos un piso en la otra orilla del río Tíber, cerca de la estación Roma Trastevere, con la ilusión de vivir en un barrio auténtico, estimulante y con vida autóctona». 

Acertó de pleno, aunque la primera impresión no fue la mejor: «La primera sorpresa llegó cuando dejé las maletas en mi nuevo hogar y no vi las transitadas y bohemias calles que imaginaba, sino un barrio residencial, oscuro y de dudosa seguridad que se encontraba debajo del Trastevere. Sentía desilusión y un enorme vacío de kilómetros entre mi casa y el resto de la vida Erasmus. Pero era tarde para buscar una solución, había llegado septiembre y la palabra 'alojamiento' era tabú entre los estudiantes que venían con la esperanza de encontrar piso céntrico de forma fácil. Incluso una amiga de Burgos tuvo que renunciar a su estancia porque la situación era insostenible y las inmobiliarias no escuchaban su desesperación. Entonces fue cuando me di cuenta de que casi todos estudiantes llegábamos a la ciudad de Roma para atrincherarnos en los mismos barrios, seguir hablando el mismo idioma y hacer amigos de Pamplona o Málaga y no del barrio Ostiense o Esquilino. Para dejar de oír el castellano hay que ir más allá, pasar la estación de Termini y las oleadas de turistas desgastando la Fontana di Trevi a golpe de selfies. Hay que salir de allí para poder ver el día a día de los romanos, sus calles menos glamurosas, las peluquerías de señoras, las paradas de autobús de los trabajadores y las trattorias de toda la vida. Hay que aceptar que la mentalidad del tránsito de cinco minutos para ir a cualquier lugar puede funcionar en Burgos pero no en una ciudad de 1.285 km. cuadrados». 

Claudia, en la terraza de su piso del Trastevere.Claudia, en la terraza de su piso del Trastevere.

Cuando llegó a Roma como habitante destinada a vivir seis meses y no como turista, le abrumó casi todo: «el ruido incesante, un nuevo e inmenso concepto de la lejanía, basuras sin recoger y un caos milenario circulando por cada calle. Nada estaba cerca y el transporte público no era para nada una solución consoladora; los metros nunca acaban de construirse porque sus vías se topan constantemente con las ruinas. Nunca antes había caído en la importancia de las líneas divisorias de los carriles hasta que vi el anárquico tráfico de la ciudad eterna, que no podría compararse con ninguno de los peores días de las avenidas burgalesas», confiesa.

Lleva ya más de dos semanas viviendo allí, y tras aquella primera impresión, ya ha comenzado a disfrutar «los paseos a las orillas del río y los viajes en moto por los pedregosos viccolos del Trastevere; he aceptado las distancias y he buscado refugio en comercios más pequeños y calles menos tomadas por aglomeraciones. Quizás deberíamos replantearnos la concepción que tenemos los jóvenes de las estancias internacionales -basadas en escasos y forzosos diálogos en italiano, fiestas donde solo se escucha reggaeton y amistades exclusivamente españolas- y dejar de traer de casa las mismas normas, tradiciones y ritmos, cambiando solo el escenario. Ahora, desde la terraza de mi casa, veo [como hacía María Teresa León, que también fue vecina del barrio más antiguo de la ciudad] los tejados de Roma, y empiezo a sentirme parte de la inmensidad de la ciudad que se abre ante mis ojos». Grande, Claudia. Muy grande.