Los espías son los padres

ROBERTO PERAL
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«Lejos de ser una simple historia de espías, 'The Americans' constituye un prolijo estudio sobre el matrimonio, el amor y el engaño»

Keri Russell, Holly Taylor (centro) y Matthew Rhys, en un fotograma de ‘The Americans’ (2013-2018).

No se habla de otra cosa estos días: resulta que, merced a un programa informático patentado por los israelíes y que toma prestado el nombre del alado caballo de Zeus, el Gobierno se puso a husmear el año pasado en los teléfonos de unos cuantos independentistas catalanes para saber qué andaban tramando, alguien ha robado información de los terminales del mismísimo presidente y de su ministra de Defensa, y otros próceres europeos se han convertido también en víctimas del último grito en cibercontrol. Ya no sabemos a ciencia cierta quién demonios espía a quién, y entre unas cosas y otras nos maliciamos que el poder se ha armado de ejércitos de expertos capaces de adentrarse sin permiso en nuestros territorios más íntimos con solo apretar un botón.

Hubo, sin embargo, un tiempo pretecnológico en el que el de espía, un oficio tan antiguo como las inquinas entre naciones, era menester romántico y mucho más expuesto, y los agentes dobles se paseaban entre la niebla de Viena o de Berlín con los cuellos de la gabardina subidos, arreglándoselas para hacerse con información clasificada sin más armas que su propia audacia. No hay sino leer las deliciosas novelas de John le Carré o de Graham Greene o revisar viejas películas del género, como El tercer hombre o Cortina rasgada, para intuir cómo se las gastaban soviéticos y americanos durante la Guerra Fría, que marcó el apogeo de los servicios secretos.

En aquella época de tensión entre las dos superpotencias que entonces gobernaban el mundo se sitúa una reciente serie de televisión, la extraordinaria The Americans, estrenada en 2013 y que se prolongó durante seis temporadas. Helada como ha de servirse un buen vodka, y tan ardiente como él, The Americans se decanta a través de una narración de combustión lenta y de una rara profundidad dramática, y constituye a la vez un enervante relato de suspense y un espléndido y pausado estudio de personajes. La premisa nos muestra a un matrimonio de clase media, los Jennings, instalado en un barrio residencial de Washington, con dos hijos adolescentes y que dirige una agencia de viajes durante la Administración Reagan. Ya en el primer capítulo el espectador descubre que, en realidad, los ejemplares esposos son dos oficiales de alto rango de la KGB casados por razones utilitarias, infiltrados desde hace veinte años en territorio enemigo para robar secretos de Estado y cuya identidad soviética es ignorada incluso por sus inocentes hijos, que llevan una vida perfectamente occidental. Todo, la agencia de viajes, la vivienda, incluso los niños, forma parte de la pantalla que les ha proporcionado Moscú para amparar sus actividades criminales, una pantalla que se pondrá en riesgo cuando se mude al barrio un agente del FBI encargado de labores de contrainteligencia.

Lo cierto es que Elizabeth y Philip Jennings (Keri Russell y Matthew Rhys, en unas interpretaciones formidables) desempeñan su trabajo con gran eficacia: persiguen a desertores de la URSS, van en pos de secretos militares, utilizan de una forma gélida el sexo para engatusar a confidentes casi como si fuera un arma biológica, mantienen matrimonios falsos en otras ciudades, están entrenados para asesinar a sangre fría cuando llega el caso y siempre salen de casa con una pastilla de cianuro en el bolsillo por si vienen mal dadas. Pero, en el fondo, se sienten abrumados por un trabajo que acarrea una agotadora carga emocional: su matrimonio, en principio concertado, va tornándose bien real, lo sienten como legítimo después de tantos años de convivencia, y no pueden evitar sentirse vinculados afectivamente y preocuparse por el porvenir de unos hijos procreados por encargo pero que crecen, aman y sufren a su lado. Philip, dominado por el hartazgo y seducido por el modo de vida capitalista, quiere para ellos un futuro estadounidense de formación universitaria y prosperidad económica, en tanto Elizabeth, inquebrantable en sus convicciones comunistas, prefiere que sigan sus pasos y se conviertan en agentes al servicio de la utopía soviética.

La serie basa todo su atractivo en ese delicado equilibrio entre la misión encubierta que cumplen los dos espías y los desvelos que les provoca su entorno doméstico. Ese equilibrio comienza a desbaratarse irremediablemente cuando la idealista y curiosa hija mayor, Paige, descubre el secreto familiar y la angustia le conduce a desvelárselo al pastor de su iglesia. Lejos de la ornamental adolescente problemática de otras series, Paige va madurando temporada tras temporada, adquiriendo matices cada vez más complejos, y se constituye al cabo en la pieza que hace avanzar la historia hacia su triste, desgarrador y bellísimo término.

Es posible que el público yanqui admitiera de buen grado una serie como esta porque su final, con la caída del Muro de Berlín y la desaparición del régimen comunista, es bien conocido y resulta gratificante y tranquilizador. Mas uno opina que The Americans se alza como una de las mejores series del siglo XXI porque en el fondo, lejos de ser una simple historia de espías, constituye un prolijo estudio sobre el matrimonio, el amor, el engaño y las relaciones personales: un admirable pedacito de vida.