Hace tan solo tres meses hubiera jurado que nunca diría esto, pero hoy, a 1 de septiembre, lo digo: este verano se me ha antojado muy, muy largo. De verdad. Quizás ha tenido parte de culpa la peculiar climatología que hemos tenido, incluso en el norte del país. Los de Burgos estábamos acostumbrados a salir por las tardes con la rebeca y a no quitar la mantita para dormir durante casi toda la temporada veraniega. Pero el calor que hemos sufrido desde mayo, con noches que los meteorólogos llaman «tropicales» (es decir, que en Burgos podemos salir en tirantes a la calle), y 'cero' lluvia salvo las gotas de barro que dejaban algunas tormentas, nos ha agotado.

Hasta en la casa del pueblo ha entrado el calor. Si esta situación, como nos advierten, se va a repetir en el futuro, igual nos tendremos que plantear algún sistema de refrigeración, porque lo de abrir las ventanas ha resultado claramente insuficiente.

Tampoco habíamos experimentado antes tantos días seguidos de calima africana, abocándonos a una sensación de ahogo inusual y agobiante. Personalmente ha sido tal el cansancio calorífico, que en una reciente escapada a Cantabria no sólo no me asusté ni cancelé el viaje por las previsiones de lluvia, sino que el único día en que cayó suavemente agua durante algunas horas lo pasé voluntariamente en el monte mojándome tan a gusto.

Supongo que para algunos habrá tenido sus ventajas. Las piscinas burgalesas seguro que han estado más demandadas que en toda su existencia. Esta temporada no ha hecho falta pensarse mucho lo de tirarse de cabeza al agua, más bien al contrario. Sin embargo, los propietarios de huertos se han tenido que emplear a fondo, incluso aquellos que contaban con agua.

Hoy recibimos a septiembre. Los teléfonos suenan con más intensidad en las oficinas, los correos electrónicos vuelven a llenarse de mensajes. Se avecina un otoño y un invierno intensos, nos dicen. Veremos. De momento, una ya dice adiós, y casi con ganas, al verano 2022.