El poder de los santos

Esther Pardiñas
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La Catedral Guardada (I) Las reliquias han sido desde los inicios del cristianismo un reclamo para los fieles, capaces por si solas de sustentar una peregrinación. La Catedral de Burgos no fue ajena a este fenómeno y su archivo así lo atestigua

Relicario de plata de San Pedro, del siglo XV, que se encuentra en el Museo de la Catedral. - Foto: Alberto Rodrigo

Desde el inicio del cristianismo la construcción de altares se hizo siempre sobre la sepultura de los mártires. La iglesia que tenía reliquias insignes, un cuerpo santo entero, una cabeza, una tibia o alguna parte significativa del cuerpo de un bienaventurado, aseguraba una fuente de culto y de fe, por los milagros que haría el venerable en cuestión, arrojando demonios, procurando favores y devolviendo la salud. Después de la IV Cruzada y el saqueo de Constantinopla llegó a haber en el mercado europeo casi 4.000 reliquias.

La Catedral de Burgos no fue ajena a ello, y desde muy temprano se conservan en su archivo inventarios de reliquias que dan cuenta de su veneración, uno de los primeros es de 1487. Las reliquias mayores y las menores, estas mucho más variopintas e imaginativas, solían contar con un certificado de autenticidad. En este inventario constan reliquias como el pesebre del Niño Jesús, y en otros la gota de leche y el prepucio del Niño (había 14 en Europa en la Edad Media), que se quedaron en la leyenda e imaginario de las gentes.

En 1547 varios canónigos examinan las reliquias, las rotulan y apartan en una caja las que puedan resultar falsas, entre ellas la sortija de Nuestra Señora, la zapatilla de la Virgen, y la gota de leche. No obstante la sortija pasó la prueba y a menudo devotas pudientes la solicitaron para remediarse e incluso se transportaba a sus casas, con el cuidado correspondiente para que fuera devuelta. La reclamó una monja de Santa Clara enferma de los ojos en el 1586, y en el 1597 se le deja a Diego Vela, arcediano de Palenzuela, enfermo de gravedad. 

Las reliquias también se robaban. En 1466 se pide al canónigo Pedro Rodríguez que solicite al conservador una carta para que se devuelva la reliquia de la Espina de Cristo, hurtada, y pocos días después se ordena la devolución no solo de ésta sino de todas las reliquias que anden despistadas en manos de los prebendados.

Constan siempre en los inventarios los cuerpos santos de Santa Centola y Santa Victoria,  ambas reliquias insignes. En 1586 el arzobispo Cristóbal Vela manda llevar a las Santas Victoria e Isabel al convento de San Agustín para pedir el favor para la Armada (la Invencible) que partía contra Inglaterra. Como todos sabemos no hubo suerte.

Fueron inventariados el brazo de Santo Tomás de Canterbury, la Espina de la Corona de Cristo, guardada en la capilla de los Condestables, regalo de Juan Fernández de Velasco, el Condestable. Algunas eran tan queridas como la de San Juan de Sahagún o el Lignum Crucis, que dio Beatriz de Miranda y que se sacaba en procesión por el claustro pidiendo lluvia. También era muy demandada la reliquia de Santa Casilda. En 1591 la solicitaba la señora de Peñaranda para tener un buen parto.

El día de las Reliquias se festejaba el domingo de Cuasimodo,  se exponían todas juntas en el altar mayor o en otro principal, con hachas o velas de cera encendidas, y todo el mundo podía contemplarlas reunidas al menos una vez al año. Se celebraba una procesión y eran llevadas por los capellanes del número, entre tafetanes y toallas bordadas, y los ministros inferiores de la iglesia las devolvían después a su lugar. Una reliquia no podía ser llevada a otra iglesia, salvo que mediara una bula o permiso especial para ello, y en procesión (si era insigne) y debía ser devuelta después en caja emplomada o relicario bien cerrado.

El s. XVII fue pródigo en demostraciones, devociones, beatificaciones y canonizaciones, y también en supersticiones alimentadas hasta por los reyes -no nos olvidemos por ejemplo de Carlos II el Hechizado- Bien, pues este siglo dejó en la catedral de Burgos numerosos vestigios de la importancia y credulidad concedida a las reliquias, y del interés que despertaron entre arzobispos y mecenas para traerlas de diversos lugares, colocarlas en sitios adecuados, y tratarlas con la  consideración que merecían.

En el año de 1601 se traslada una reliquia de Santa Casilda desde su santuario a la Catedral. El encargado fue el canónigo Juan Ochoa quien informó de haber ido al santuario a recoger la reliquia y al abrir el sepulcro haberse encontrado con una caja de plomo metida en la pared, y en su interior el cuerpo de la santa y según  relata «por un costado han podido sacar una espalda y un pedazo de brazo que traían en una caja cerrada y sellada». Después de una procesión hasta el convento de San Francisco se trasladó a la Catedral definitivamente.

Las reliquias también se regalaban. En el 1638 la ciudad de Toledo y su cabildo piden una reliquia de Santa Casilda, natural de su ciudad. El cabildo de Burgos decide no abrir el sepulcro de la santa y prepara una reliquia de las que ya se conservaban en la Catedral. Se entrega en 1642 con todo lujo de detalles, en un altar situado junto a la capilla de los Remedios donde de nuevo se divide la reliquia de la santa, cortando con un cuchillo un trozo de la venerada espalda, que se colocó en un cofre de concha de tortuga guarnecido de plata, y a su vez se resguardó en otro cofre de terciopelo carmesí y dorado. Acudió a recogerla el canónigo de Toledo, Álvaro de Monsalve, que, a cambio, regaló un pedazo de la piedra donde la Virgen había puesto los pies al tiempo de imponer la casulla a San Ildefonso. También se regala un fragmento de Santa Casilda al Conde-duque de Olivares en una valiosa caja.

A Salamanca pide encarecidamente el cabildo de Burgos la reliquia de San Juan de Sahagún en el año de 1648, porque éste había sido canónigo y secretario del cabildo de Burgos, (todavía era beato en este año, fue canonizado en 1670). Quedó encargada su conducción al arcediano de Palenzuela, Sancho de Quintanadueñas, quien se alojará en el convento de San Agustín en Salamanca, donde como donativo deja fuentes, vinajeras y otras piezas de plata. El arcediano vino caminando con la reliquia del beato desde Salamanca y Valladolid, en compañía de Baltasar de la Cueva, hijo del duque de Alburquerque, el prior de San Agustín, capellanes y numeroso séquito, y se salió a recibirles al Hospital del Rey, se hicieron grandes fiestas y se representó un auto sacramental del maestro de capilla Bartolomé de Olague. Finalmente la reliquia se colocó en la capilla de Santa Catalina en un relicario mandado hacer para la ocasión.

En 1699 el cabildo solicita a la iglesia de Cuenca una reliquia del obispo San Julián. Sin embargo en 20 de noviembre de ese año el obispo de Cuenca, Alonso Antonio de San Martín, escribe que no es posible dar ninguna reliquia por estar el cuerpo entero y no haber nadie que se atreva a tocarlo, salvo por un dedo que estaba aparte para devoción de los enfermos.

Un trozo de ese dedo llega a Burgos el 1 de julio de 1700, y se celebra por todo lo alto con corridas de toros, mascaradas y mojigangas, luminarias y fuegos. Intervinieron los niños de coro y hasta llegaron unos danzantes valencianos que un mes más tarde del jolgorio seguían esperando sus honorarios. A cambio se enviaron en agradecimiento a la iglesia de Cuenca un báculo y una mitra.

Aún en 1866 el arzobispo de Burgos, Fernando de la Puente,  prepara el traslado, desde el monasterio de Arlanza, de los santos mártires Vicente, Sabina y Cristeta, que antes de llegar a la catedral estuvieron depositados en una urna en una de las cámaras reales de Isabel II velando por el feliz parto de la reina.

En unos siglos en el que la presencia de la iglesia se manifestaba en todas las circunstancias de la vida cotidiana, el culto a las reliquias era una más de sus expresiones, aunando el fervor religioso con la celebración mundana, en definitiva la unión de lo divino y humano.