A la sombra de esa gran señora

ALMUDENA SANZ
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El poder de atracción de la Catedral trasciende el interés artístico. Su imponente silueta cobija a comerciantes y hosteleros, que reconocen su influjo, y a vecinos, que se saben privilegiados

Aurora Andrada, en el salón de su casa, por donde se cuela la Catedral sin pedir permiso. - Foto: Valdivielso

AURORA ANDRADA (vecina): «Cada mañana, al levantarme, le digo ‘¡Pero qué bonita eres!’»

Se despierta a diario desde hace 58 años con la caricia del rosetón del Sarmental. Casi lo puede tocar con la mano y no se cansa de admirarlo

Aurora Andrada se despierta cada día a su lado. Casi, casi, si estira el brazo podría tocar el rosetón del Sarmental. Las imponentes vistas que cada mañana le brinda la Catedral le provocan una sonrisa. No puede evitarlo. Y la piropea. «Cada mañana, al levantarme, le digo ‘¡Pero qué bonita eres!’», suelta sin cansarse de la belleza de esa joya gótica que tiene como vecina desde hace 58 años. Entonces se instaló en ese quinto piso de la calle La Paloma con su marido, ya fallecido. 

Juan Bolaños, junto a su local de la plaza del Rey San Fernando, desde donde tiene unas imponentes vistas de la joya gótica.Juan Bolaños, junto a su local de la plaza del Rey San Fernando, desde donde tiene unas imponentes vistas de la joya gótica. - Foto: Valdivielso

Casi sin palabras se queda para describir esos incomparables amaneceres. «Sientes que te elevas al cielo, que Burgos es, como decía Bonifacio Zamora en uno de sus poemas, una adoratriz arrodillada ante ella. Mayor sensación de belleza, satisfacción y orgullo es imposible sentir», ilustra sentada en el sofá de su salón mientras mira al templo Patrimonio de la Humanidad, que se cuela por la ventana sin pedir permiso y, presumido, se mira en el espejo que hacen los cristales, como si no estuvieran hablando de él.

Aurora, que también posee el carné de Amigos de la Catedral, confiesa sin rubor alguno que la tiene enamorada. Su móvil da fe de su admiración. Está repleto de fotografías de quien hoy celebra sus 800 años. Su silueta al atardecer, adornada por las mil y una tonalidades del crepúsculo, coqueta con la iluminación artificial de noche, envuelta por la niebla, cubierta de nieve, bailando con el granizo, reflejada en los cristales de la ventana, el detalle de una escultura, la cigüeña impertérrita pese a la lluvia... No se cansa de retenerla en su teléfono. Y es generosa. Comparte esas instantáneas con sus amistades y su familia. Muchas llegan hasta Japón, donde vive su hija Elena, que siente así un poquito más cerca su casa. 

El cambio de tono de sus piedras tras la restauración, los andamios que han ido devolviéndole la juventud año tras año, el trabajo de los electricistas haciendo pruebas o revisando el cableado en los tejados o la reciente presencia de los guardaespaldas del Rey revisando hasta el último recoveco. Aurora es testigo de esa otra vida de la basílica que pasa desapercibida para el gran público, la que ocurre en las alturas, una mirada inaudita, casi a ras de pájaro. 

Y como buenas vecinas, con un trato diario, esta inquieta burgalesa procura vivir los grandes momentos de este edificio mandado construir por Fernando III y el obispo Mauricio. A veces desde la distancia, como las visitas de relumbrón que ha recibido a lo largo de su historia, desde reyes a estrellas de Hollywood, o el trajín del rodaje de algunas películas. Otras, desde más cerca. La Catedral ha enmarcado momentos importantes en su vida como la boda de su hijo, que se casó en el altar mayor -«sería de las últimas que se hicieron en la nave central»-, o el bautizo de una de sus nietas. 

Se sabe envidiada. Las vistas que tiene desde su casa están reservadas para muy pocos privilegiados. No se le ocurre a ella poner ni un pero, aunque sí le gustaría que hubiera más facilidades para que entraran los coches. «Es el precio que hay que pagar por tener a la Catedral tan cerca», se consuela. 

Al instante tacha ese borrón de su mente y vuelve a la luminosidad. Andrada reconoce que la maravilla el oh de asombro que se repite en la gente que viene de fuera cuando abre las ventanas y, sobre todo, cuando la acompaña a visitar el interior de este imponente monumento al que no se cansa de piropear y de mostrar todas las fotografías que la hace. 

Presume de ella tanto, o más, que de sus ocho nietos, de los que, por supuesto, guarda un buen álbum de distintos instantes acompañados por la Seo. 

Juan Bolaños (hostelero): «Nuestro reto fue demostrar que no era una zona solo para turistas»

Sus 35 años en el sector comenzaron con bares en la periferia, pero hace diez se adentró en el centro con la apertura del Viva la Pepa, al que después siguieron Casa Minuto y Tómbola

Sentado en una de las mesas con vistas a la Catedral, una de las ubicaciones que más le pide la clientela cuando llama para reservar mesa en el Viva la Pepa, aunque él cree que no es la mejor para ese fin, Juan Bolaños analiza con precisión de cirujano lo que supone abrir un local en la plaza del Rey San Fernando. Tiene sus pros y sus contras. Que ganan los primeros, sí, por goleada, pero no es el bálsamo de Fierabrás. 

Su historia a la sombra del templo empieza hace diez años. Después de una larga experiencia en locales en la periferia (Quinta Avenida, Vagón, Mirador...) puso su ojo en el centro. «Esta zona era prohibida o detestada por la ciudad en cuanto a hostelería. Había una especie de frontera en La Paloma, los negocios que había estaban enfocados al turismo, y nuestro reto fue desmontar esta imagen. Queríamos trabajar con la gente de Burgos porque el guiri está cuando está, que no es siempre», recuerda sobre la apertura de La Pepa, a la que luego siguieron Casa Minuto y Tómbola, también en los aledaños de la Seo, y saca pecho porque, aunque luego han llegado otros, ellos fueron los primeros. 

Alcanzada esta meta, coge la balanza. Explica que estar en uno de los escenarios habituales de eventos importantes es positivo porque atrae a gente y cuando el resto de la ciudad se queda vacía -léase 15 de agosto- esa plaza bulle, pero, por contra, la organización de algunos actos los impide colocar la terraza. «Tiene sus daños colaterales, pero es un lujo estar aquí trabajando», concluye pese a que el frenesí diario hace que no sean conscientes de ello. «Hasta que un día, te paras y dices ‘uy, qué pasada, menuda puesta de sol’. No te cansas», desvela en medio de ese otro desafío que el coronavirus ha lanzado al gremio. 

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