Supongo que habrán oído hablar del edadismo, esa palabra nueva que describe la discriminación por motivos de edad. Naturalmente, los más afectados somos los viejos, bien porque nos consideran tontos o nos ven inútiles, que tanto da. Aunque tampoco hay que ir con bastón para que te excluyan, como los mayores de 50 que buscan empleo. 

Pero, a pesar de aquello de juventud, divino tesoro, nadie quiere repetir los 18 años. No sé si será de boquilla, pero lo dice todo el mundo. La verdad es que, bien mirado, ser muy joven es agotador, con ese trajín de hormonas que se traen. Suelo observar a los adolescentes revoloteando por las plazas, ellas con melenas largas y faldas cortas, ellos mariposeando. Y no añoro aquellas tardes juveniles, siempre tratando de gustar a los demás. Sonará a falso, pero me siento como una reina contemplándoles desde un banco, respirando mi libertad.

Tiene mala prensa la vejez, y usamos un montón de eufemismos para no nombrarla: tercera edad, ser mayor.. Y sin embargo, puede ser una etapa hermosa, siempre que gocemos de una salud aceptable y unas condiciones de vida dignas.  Porque solo en ella existe ese tiempo lento, íntimo, libre de metas y retos, que nos deja descubrir y degustar lo pequeño. Y porque en la vejez olvidamos el afán y la prisa, los grandes enemigos de la contemplación

Muchos pensarán que esto suena a batallitas de la abuela, otro de los prejuicios del edadismo. Precisamente la edad suele enriquecer el relato porque lo nutre con la experiencia pero, ay!, no podemos competir con la juventud, aunque a veces no tengan nada que decir. De todos modos cualquier tiempo de la vida puede ser bueno y el pasado no es necesariamente mejor, evocando a Jorge Manrique. Yo prefiero un verso cargado de futuro de otro gran poeta, José Caballero Bonald: somos el tiempo que nos queda. Así que a disfrutar del verano, de la vida y de la vejez, esa edad en la que vemos muchas cosas invisibles para los demás.

Y no les digo nada si nos operan de cataratas.