Ni siquiera un día desapacible en el que un cielo plomizo amenaza con descargar el gran diluvio disuade a algunos estudiantes que desoyen el timbre que les manda para clase. Entre una hora lectiva a resguardo y una de pellas bajo la lluvia, eligen la segunda opción. Se esconden, pero no demasiado. Sorprende, de hecho, que asomen por algunos parques cercanos a sus centros sin miedo a ser descubiertos por sus profesores, por sus padres o incluso por la Policía Local. Los agentes de la Unidad Canina, que vigilan el absentismo escolar, se encuentran a diario con decenas de chavales que ni siquiera han llegado a entrar en el aula. Muchas veces, su ausencia está ligada al consumo de sustancias, lo que agrava sus conductas y, por ende, la preocupación de docentes y tutores.
Los adolescentes que faltan a las clases suelen ser, por lo general, reincidentes. A algunos, reconocen David y Miguel, a quien acompañamos en una jornada de vigilancia, «ya les conocemos». Junto a su inseparable Zar, un pastor belga malinois, patrullan por los alrededores de institutos de la capital para evitar que los menores de 16 años alternen por las calles. A media mañana, son varios los lugares de la zona sur donde es fácil encontrar grupos sentados en bancos charlando, bebiendo y fumando. Detrás del Cardenal López de Mendoza, en una plazuela escondida entre las calles Barrio Gimeno y Concepción, los agentes sorprenden a dos chicos que están terminando de liar un cigarro. Explican que tienen permiso para estar fuera porque la profesora no ha venido. Ambos tienen 17 años, por eso no les pueden mandar de vuelta a clase.
(El reportaje completo, en la edición de papel de hoy de Diario de Burgos)