«No saben si echar raíces aquí o si van a regresar pronto»

MARINA URIZARNA
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Nadia y José Ignacio acogieron a la familia de ella, de origen ucraniano, en su casa tras la invasión rusa. Llevan un mes y medio viviendo en Burgos y tras un duro duelo y una lenta toma de contacto con la normalidad comienzan a ver la luz

El 7 de marzo llegaron a la ciudad los parientes de Nadia (c.). - Foto: Jesús J. Matías

Cuando se trata de abandonar tu propio país por la fuerza con nada más que lo puesto es difícil levantar cabeza. El pasado 7 de marzo llegó a Burgos desde Ucrania la familia de Nadia, ucraniana que lleva asentada en Burgos 22 años. Su marido José Ignacio viajó hasta la frontera con Polonia para recoger a la cuñada de Nadia, su hermana y la madre de ambas, y tres menores, de 6, 9 y 16 años, a los que han acogido en su casa de Gamonal. 

Ahora llevan mes y medio asentados en la ciudad y parece que el miedo se va disipando, pero el proceso de adaptarse a esta 'normalidad burgalesa' ha sido muy complicado. Han pasado de ser tres en casa -Nadia, José Ignacio, y el hijo pequeño de ambos-, a convivir nueve personas, que dentro de poco pasarán a ser diez, pues una de las mujeres espera un niño para finales de mayo. 

Esa toma de contacto ha sido algo parecido a un proceso de duelo o peor incluso, «al perder a alguien sabes que hay vuelta atrás, pero ellos aún tienen la incertidumbre de no saber si pueden volver o de si los familiares que han dejado allí seguirán vivos» recordaba José. Cada día ven en las noticias las atrocidades cometidas por el invasor ruso en su país, la mayoría desoladoras, pero otras de mejora que les hacen guardar esperanza, «esto les asusta y les descoloca, porque no saben si echar raíces aquí o si van a poder volver». Y aunque el idioma esté suponiendo una barrera complicada, tienen la suerte de que Nadia habla los dos y José Ignacio se defiende bien con el ucraniano. 

Las tres mujeres toman clases de español, algo que las motiva para poder empezar a trabajar. Después de mucho papeleo han conseguido la documentación y la tarjeta sanitaria, así como el permiso de residencia y de trabajo, pues quieren empezar cuanto antes. El número de convivientes en casa se ha triplicado y eso hace que el precio suba; son más comidas, más duchas, más agua... y ellos quieren ayudar en todo lo posible. 

«Puede parecer agotador y hay momentos que son una locura, pero la casa está llena de vida y es una sensación maravillosa, ellos nos dan mucho más de lo que les damos nosotros y preferimos ser nueve en casa en casa que sufrir mientras están allí». Y es que en Ucrania se ha quedado la otra parte de la familia, los hombres, como el hermano de Nadia, por la obligación de luchar y algunas de las mujeres por no querer abandonarlos, algo que mantiene a Nadia con el corazón dividido. Comenta que en una llamada con su hermana, que se encuentra en Leópolis, comenzaron a sonar las sirenas, y en lo que echó a correr hacia un lugar seguro el móvil se le cayó al suelo, «Se oyen explosiones al otro lado del teléfono y no sabes si está viva o si está bien, es una muerte en vida para nosotros». 

Los dos pequeños, de 6 y 9 años, están matriculados en el colegio Blanca de Castilla de las Jesuitinas, que ha sido un gran apoyo para Nadia desde el primer momento y, comenta, fue quién le dio fuerzas para seguir cuando ella no se sentía capaz. El colegio está muy involucrado con ellos y hay más niños ucranianos que quieren escolarizarse allí, además les supone un espacio seguro por que se sienten cuidados e integrados y están aprendiendo el español rápidamente. El mayor, de 16 años, toma clases online desde Ucrania, sus profesores hacen una labor «admirable», imparten las lecciones desde los refugios y muchas veces se oyen las explosiones. Pero para los chicos, tanto los que han salido del país como los que continúan allí supone una salvación y una toma de contacto con la normalidad. 

Para los sobrinos de Nadia ha sido difícil adaptarse, explica que al principio no querían bajar al parque, por miedo y porque al no hablar español nadie jugaba con ellos. Incluso oír avionetas sobrevolando el cielo burgalés les sigue recordando a lo que pasaron cuando intentaban huir de Kiev. La incertidumbre en la que se encuentran hizo que quisieran quedarse en casa todos juntos, pero poco a poco quieren volver a retomar el control sobre sus vidas. No pueden recibir atención psicológica pues los especialistas no saben los dos idiomas y a Nadia, como familiar, se le hace difícil hacer de traductora. 

Ahora solo les queda seguir avanzando y confiar en que la situación ucraniana mejore. Se han marcado metas y retos y el niño que espera la hermana de su cuñada es un motivo para seguir hacia adelante. Se encuentra bien atendida y acude a revisiones periódicas en el HUBU. El bebé viene para finales de mayo, aunque dada la situación vivida, creen que puede adelantarse, pero es una nueva alegría en la que centrarse.

La solidaridad no cesa. Nadia y José Ignacio están haciendo todo lo posible por ayudar a otros ucranianos que llegan a la ciudad, y se sienten muy respaldados por las asociaciones y la solidaridad burgalesa. Acuden a menudo a la estación de autobuses para recibir a los refugiados que llegan de Ucrania, que lo hacen nerviosos y desubicados. Para ellos es reconfortante encontrase con una compatriota asentada aquí que les tranquiliza y les explica donde están. 

Una vez a la semana se juntan en el parque las familias y los niños para que antes de empezar a trabajar, aprender el idioma o rehacer sus vidas puedan conocerse. Desahogarse con alguien que sabe el idioma les relaja y se encuentran más cómodos entre ellos ya que han vivido la misma experiencia. A los niños les viene bien, muchos no entienden lo que está pasando ni porqué se encuentran lejos de sus familias y amigos, y el vínculo que crean aquí hace de su estancia más amena.

Ahora Nadia está buscando un local en el que poder reunirse con todos ellos, sobre todo para charlar y que se sientan aliviados, pero también para organizar actividades para los niños. Hasta ahora lo hacían en la calle, pero el clima no ayuda. Explica que es la primera que hubiera ido a su país natal para ayudar en primera fila, pero ve que lo que hace aquí es una labor más importante. Se siente muy reconfortada y los familiares que siguen en Ucrania necesitan saber que los que han venido aquí están bien, «aunque sea a través una videollamada desde un búnker».