El crimen que resolvió un perro y generó un romance de ciego

R. PÉREZ BARREDO
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Se cumplen 70 años del asesinato de una joven en Hornillalatorre. Su fiel amigo Canelo descubrió al asesino al lanzarse fieramente hacia él en el velatorio de la desdichada. Dos años después un juez le absolvió

Sobre estas líneas, el bonito y fiel perro Canelo. A la izquierda, el susodicho Felipe Pereda, autor del estrangulamiento de Urbana Peña. ¿La razón? Ella rechazó su propuesta de mantener relaciones. - Foto: El Caso

En un paisaje tan abrupto como hermoso se enclava el pueblo de Hornillalatorre, en la norteña Merindad de Sotoscueva. Hoy apenas cuenta con una decena de vecinos, pero hace setenta años eran más de un centenar: gentes laboriosas, humildes, supervivientes al cabo en un territorio hostil y agreste. Destacaba, de entre todos, una joven: Urbana Peña Gutiérrez, de 25 años, conocida en toda la comarca por ser una mujer de enorme belleza. «Esbelta, pulcra en el hablar, hacendosa, correcta, educada y sencilla, era de una belleza deslumbradora», al decir de quienes la conocían. Con tal fama, jamás le faltaron pretendientes de aquí y de allá, pero Urbana se mantuvo siempre al margen de cortejos, centrada en el cuidado de sus padres ancianos, de la huerta familiar y demás quehaceres.

El padre de la joven, León Peña, andaba muy delicado de salud. Ésta se agravó una tarde de verano de 1953, por lo que Urbana y su madre, doña Cándida, dieron aviso al médico del pueblo, que asistió al anciano, recomendándole determinados medicamentos que sólo podían conseguirse en la botica de Espinosa de los Monteros. A media tarde, Urbana cogió su bicicleta y se dispuso, acompañada de su perro Canelo, a cubrir los cerca de nueve kilómetros entre uno y otro pueblo, a fin de adquirir las medicinas que aliviaran a su progenitor. Pero Urbana nunca regresó: sólo lo hizo el can. La madre salió con éste en busca de su hija, temiéndose lo peor, y a unos 700 metros del pueblo descubrió la bicicleta de Urbana, semioculta en la cuneta del camino. El perro se adentró por su sendero angosto, junto a un pequeño terrazo cubierto de altas hierbas y matojos y flanqueado por un desnivel rocoso, pero la anciana no se atrevió a seguirle: la noche era oscura como boca de lobo.

Regresó con toda su angustia al pueblo y hacia la medianoche dio la voz de alarma: algo había tenido que sucederle a la muchacha. Algo no precisamente bueno, como desde un principio le dictó su corazón. Las campanas del pueblo tocaron a rebato y en pocos minutos se organizaron distintas partidas de hombres para salir en busca de la joven por bosques, montes, bajos, cañadas, barrancos, altozanos, entronques, cruces y senderos; finalmente, uno de los grupos halló en una vaguada, entre dos oteros, el cuerpo sin vida de la desgraciada Urbana, que yacía ensangrentado y lívido. Al cabo, se dio aviso a la Guardia Civil y al forense y al juez de Villarcayo. Se determinó que el cuerpo de la malhadada joven había sido objeto de sendos golpes en la cabeza, pero que la causa de la muerte había sido el estrangulamiento. Y que su virtud no había sido mancillada.

El magistrado fue así de claro en su dictamen: «El drama rural donde la ley se encuadra en el filo de una navaja, en el cañón de un rifle o en las manos de un estrangulador, tiene tres única facetas por las cuales se llega a los más espantables crímenes: el rencor, la codicia y el deseo». Las pesquisas resolvieron pronto que Urbana no tenía enemigo alguno; más al contrario, era una joven bondadosa y honesta; también se descartó el móvil del robo: entre sus pertenencias estaban las 125 pesetas que portaba para pagar las medicinas; en los lóbulos de las orejas aún colgaban los pendientes; en un dedo anular, una sortija; y en la muñeca izquierda, un reloj chapado en oro. Sólo había, pues, un motivo.

Pero los interrogatorios a todo el pueblo no arrojaron luz alguna sobre cualquier pretendiente que se hubiese mostrado especialmente insistente con Urbana. Los investigadores estaban perdidos, al punto que solicitaron la ayuda de la Brigada de Investigación Criminal, que envió desde Madrid a varios de sus integrantes. Estos agentes fueron cerrando el cerco en torno a los vecinos, hasta que descubrieron que uno de ellos había sido el único de todo el pueblo que no tomó parte de las batidas en busca de Urbana la noche de su desaparición. Se llamaba Felipe Pereda López, de 32 años, labrador soltero. No les gustó ni su gesto agrio, ni su mirada fría. Aseguró que no había escuchado el tañer de las campanas, argumentando que había ido a recoger a sus vacas a un prado alejado del pueblo. Sí dijo que, mientras realizaba aquella labor, le había parecido escuchar unos gritos, hecho al que no demasiada importancia.

Contó a los agentes que cuando regresó al pueblo estuvo un rato charlando con el alcalde junto a la fuente de la plaza, hecho que el regidor confirmó. Ambos, sospechoso y alcalde, aseguraron en un careo que tal encuentro y la conversación mantenida se había producido en torno a la hora en la que, presumiblemente, fue asesinada Urbana. Tenía, pues, coartada. Aquello llevó aún más confusión a los investigadores. Pero poco después se produjeron dos circunstancias que dieron un giro a los acontecimientos. 

Sucedió cuando Felipe se personó en el velatorio de Urbana, al que asistió todo el pueblo. Allí, de entre todos los vecinos, surgió como una fiera el pequeño Canelo, que se lanzó a ladrido limpio sobre él, tratando de morderle con una ferocidad inusitada, al punto que, para ahuyentarlo, Felipe hubo de propinarle varios puntapiés. Tan sorprendente reacción coincidió con el relato de dos vecinos del pueblo, que interrogados por su paradero la noche del crimen de Urbana, contaron que todo lo que habían visto había sido a Felipe y al alcalde charlando en la plaza. Pero no a la hora en la que aquellos habían dicho, sino mucho más tarde, esto es, después de que Urbana hubiese sido asesinada. Los agentes volvieron a interrogar a Felipe, que empezó a sentirse acorralado. Mucho más cuando la sirvienta que trabajaba en casa del sospechoso afirmó que fue ella quien había llevado a las vacas de Felipe al cercado de marras y no él, como así había relatado a los investigadores.

Finalmente, encontraron restos de sangre en la ropa que Felipe, pese a haberla lavado con denuedo, llevaba puesta la noche del crimen. La presión y los largos interrogatorios durante varios días surtieron efecto, y no tardó en llegar la confesión. Felipe se derrumbó y admitió el crimen, que fue reconstruido horas después. Así, en el lugar de los hechos, el asesino confeso admitió que salió al paso de la joven cuando la vio pasar en bicicleta; que quiso hablar con ella para proponerle una relación sentimental; y que como viera que ella se negaba siquiera a escucharlo, con violencia la apartó del camino para mantenerse ocultos a cualquier mirada. Que la arrastró hacia lo hondo del terrazón y que, cuando ella comenzó a gritar, él enloqueció, la golpeó y estranguló. Ya sin vida, tomó el cuerpo de la joven lo llevó aún más adentro del hondón, donde más maleza había, con tal de que ocultar su cuerpo lo mejor posible. Felipe fue enviado a prisión a la espera de juicio.

Absolución. Sin embargo, tras aquella primera confesión, ya ante el juez instructor Felipe Pereda se declaró inocente, asegurando que había confesado el crimen para que cesaran las torturas a las que fue sometido durante los interrogatorios. En el juicio, celebrado dos años más tarde, quedó probado que el sospechoso había sido lesionado mientras estuvo privado de libertad, motivo por el cual, y ante la imposibilidad de demostrar que fueron las manos de Felipe las que quitaron la vida a Urbana, el juez decidió absolverlo y ponerlo en libertad. El crimen de Hornillalatorre hizo correr ríos de tinta. El periódico de sucesos El Caso hizo un despliegue impresionante, y en sus páginas, semanas más tarde, se publicó un romance alusivo al crimen titulado 'La bella burgalesa'.