Ayudante y devora libros

S.F.L.
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Con tan solo 10 años, Félix Sagredo se convirtió en el voluntario más joven en atender el servicio. Le encantaba leer a Emilio Salgari y se atrevía a recomendar títulos a los usuarios

Los antecedentes de su labor como voluntario acabaron con la Cátedra de Biblioteconomía y Documentación de la Universidad Complutense de Madrid. - Foto: FÉLIX SAGREDO.

Nacer en una u otra generación tiene, como todo, sus pros y sus contras. Para un apasionado de las letras y del olor inconfundible que desprenden las páginas de un libro, llegar al mundo en los años 30 dificultó, en cierta manera, el poder disfrutar de lo que más le gustaba cuando le venía en gana. El briviescano Félix Sagredo hacía lo que podía y en 1947, coincidiendo con la inauguración de la primera biblioteca de la ciudad, su vida cambió.

Acudía con frecuencia a ese lugar tan especial abarrotado de obras de los más ilustres, que por aquel entonces «aguardaba más de 2.000», recuerda. Carlos Virumbrales, junto a su despacho de los Sindicatos, presidía la instalación, situada en la primera planta del mismo edificio que hoy alberga la Casa de Cultura. «Este edificio perteneció a las primeras escuelas públicas que hubo en la ciudad, después pasó a ser academia de enseñanza libre de Bachillerato porque no había instituto y al final lo destinaron a biblioteca y a oficinas del Sindicato Vertical de Agricultores y Ganaderos. En la planta baja ensayaban los músicos de la Banda Municipal de Música», expone.

No pasó ni el año cuando Virumbrales, deslumbrado por el interés de ese niño en la lectura y la rapidez con la que devoraba los libros, le hizo una proposición que no pudo rechazar a pesar de su corta edad. Con diez años se convirtió en el voluntario más joven de la biblioteca de Briviesca y a diario comenzó a encargarse de abrir y cerrar sus puertas. 

Una de las cosas que más le gustaba era recomendar a los usuarios autores y títulos, ya que aunque apenas levantaba un palmo del suelo, acostumbraba a leer a Emilio Salgari o Wenceslao Fernández Flórez entre otros. Llegó a conocer el lugar en el que se ubicaba cada una de las obras y cuando alguien solicitaba una en concreto, «yo le llevaba al punto exacto», rememora. Entonces, únicamente existían tres grandes estanterías situadas en tres lados de la sala, salvo el de servicio de préstamo del centro. «Como alguno de los ejemplares se encontraba en los estantes más altos tenía que subirme a una silla para alcanzarlos ya que ni siquiera había una escalera para ayudarnos», bromea.

A finales de la década de los 40, «tener un libro en propiedad era un lujo que solo los mejor posicionados se podían permitir. El resto de la población debía de sacrificarse mucho para poder hacerse con alguno», manifiesta Sagredo. Por ello, la sala de lectura la frecuentaban a diario cantidad de vecinos buscando nuevas aventuras escondidas entre las páginas de las novelas y cuentos disponibles. Tal era el valor de las obras que cuando aún era muy niño, los Reyes Magos le sorprendieron con un texto que acabó por resbalar de sus manos, caer al suelo y separarse el lomo de las hojas. «Me tiré todo el día castigado por ello», relata.

Durante dos años fue la mano derecha del encargado, y este, agradecido por su labor, antes de la Navidad de 1949 le pagó los servicios prestados con 100 pesetas. «Invertí una en el cine moderno y vi una película de John Wayne, las 99 restantes las ahorré para mis futuros caprichos», sentencia.