Editorial

La COP26 evidencia la incapacidad internacional ante el reto climático

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Tras dos semanas de intensas negociaciones, incluido un final con prórroga plagado de tensión, la Cumbre del Clima de Glasgow (COP26) concluyó el pasado fin de semana con un texto decepcionante firmado por los casi 200 países participantes, que se conforman con tímidas recomendaciones sobre los objetivos de limitar el calentamiento global. Así, la última gran cita para salvar al planeta deja un poso de pesimismo respecto a la capacidad de la comunidad internacional de ponerse de acuerdo y comprometerse para detener todo lo necesario el cambio climático y dar la vuelta a la dinámica autodestructiva en la que estamos inmersos desde hace décadas como consecuencia directa de la actividad humana. El diálogo y los compromisos multilaterales -que algunos se han logrado en esta convocatoria y eso siempre será positivo- son imprescindibles para afrontar un problema global que está absolutamente diagnosticado hace tiempo por la ciencia, pero la realidad es que estas cumbres no han servido hasta ahora para fijar el rumbo correcto y menos la velocidad de crucero suficiente. Más bien parece que se hayan convertido en un espectáculo en sí mismo, pero en limitados casos en un instrumento eficaz y vinculante para que los estados se pongan realmente manos a la obra con acciones, transformaciones y las inversiones necesarias para mantener el calentamiento global por debajo del compromiso de los 1,5 °C y financiar la transformación climática de los países pobres y emergentes.

Por supuesto, no todo es blanco o negro. Por primera vez, las palabras 'combustibles fósiles' aparecen en el texto final de una decisión de la ONU sobre el clima. Principales culpables del calentamiento global, estas energías están en el centro de la batalla, aunque una vez más no se han tomado medidas coercitivas para limitar su uso. Para el optimismo nos queda que la mayoría de los participantes en Glasgow no parecen particularmente orgullosos de su resultado. Y saben que no podrán decepcionar indefinidamente a una población que cada vez está más sensibilizada ante la emergencia climática. Es evidente que los cambios que son necesarios para alcanzar todos estos objetivos tienen costes importantes en dinero y en impopularidad, que sólo pueden afrontarse con dosis aún mayores de convicción y valentía difíciles de encontrar entre los gobernantes, y que se suman a las dificultades interpuestas por las grandes corporaciones, que mandan tanto o más que los gobernantes y sólo se mueven por el cálculo de beneficios y pérdidas. En este contexto, la presión social en todos los frentes, político, económico, comercial y medioambiental, se aventura como el motor de cambio más fiable para impulsar esta transformación y convencer a los incrédulos de la inevitabilidad de la catástrofe que se avecina.