«Al final te acostumbras a la soledad»

R. PÉREZ BARREDO / Crespos
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Isabel y su marido Javier llevan treinta años siendo los únicos habitantes de Crespos, en el Valle de Manzanedo, cada vez más despoblado. «Vivimos los ciclos de la naturaleza»

Con la llegada del frío, nada mejor que una buena chimenea. - Foto: Patricia

La carretera serpea entre hayas, pinos y robles con armoniosa cadencia. Está cayendo la tarde en el Valle de Manzanedo, siempre tan hermoso e imponente.Se diría que la noche ahí, entre montañas y bosques, llega antes que a cualquier otro sitio. Incluso el tiempo parece que rebaja sus pulsaciones, como si súbitamente todo transcurriera más despacio. A Crespos hay que ir, buscarlo, porque la vía principal del valle no acaricia este pueblo, y ni siquiera se otea desde ésta: lo deja a la izquierda, como marginado, como si fuese sólo una sugerencia o una invitación al misterio. ¿Existirá? ¿Habrá alguien allí? ¿Será una Comala o unMacondo?

Lo primero que golpea es el silencio. Un silencio mineral, telúrico, sobrecogedor, que impacta aún más si cabe por la presencia de un parque con columpios que se antojan fantasmales. El caserío de Crespos parece dormitar aletargado, recogido sobre sí mismo, como varado en el tiempo. Como si fuera un lugar encantado, soñado, rematado por la preciosa iglesia románica que se atisba al fondo, sobre un leve alcor. Sólo hay luz en una de las casas, pero el silencio permanece denso, único. De la casa iluminada se abre una cancela de la que sale Bobi, un perro lanudo, seguido por Calcetines, que es un gato con ínfulas de perro guardián. Detrás aparece Isabel exhibiendo una sonrisa acogedora. Ella y su marido, Javier, son los únicos habitantes de este pueblo desde hace treinta años. Regentan allí un recoleto hotel rural bautizado con el nombre de La Gándara. 

Sigue cayendo la tarde, que empieza a llenar de sombras las calles vacías del pueblo. No le tienen Isabel y Javier miedo alguno al invierno, a las noches largas, a la soledad. Fue la suya una decisión vital de la que nunca se han arrepentido. Admiten cierta dureza en este modo de vida. «Nos gusta esta vida. Siempre estamos ocupados. Nos gusta leer, por ejemplo, y en un pueblo siempre hay cosas que hacer si estás bien, aunque tengas 94 años. Uno se puede aburrir más en una ciudad que en un pueblo. Nosotros no nos aburrimos, aunque ahora en invierno lo que peor llevamos es que anochece muy pronto. Pero siempre hay cosas que hacer. Y al final te acostumbras a la soledad».

La iglesia de la Inmaculada, un magnífico ejemplo de arte románico.La iglesia de la Inmaculada, un magnífico ejemplo de arte románico. - Foto: Patricia

Pasea Isabel por las calles húmedas de Crespos por las que nadie más lo hace. Habla con verdadera devoción de este lugar, que es su sitio en el mundo. Escoltada por Bobi, señala aquí y allá, a los montes, al remozado horno, a la iglesia, a aquella casa tan bonita del fondo… «Te acostumbras tanto a la soledad, que a veces pasa que te molesta la gente. Tras la pandemia ha sucedido algo terrible, y es que la gente ha buscado escapar de la ciudad y ha pretendido traerse la ciudad al pueblo. Y eso nos cuesta a todos los que llevamos casi toda la vida en uno». Isabel y Javier trabajan realizando el transporte sanitario de Manzanedo y Valdivielso (también el escolar). Saben que todos los mayores a los que conocen no sienten la soledad de los pueblos desangrados por la despoblación como algo dañino: es y ha sido su vida. Sí lamentan, todos, ese vaciamiento paulatino: desde que esta pareja llegó a Crespos, el valle y alrededores ha ido enmudeciendo, perdiendo su latido. «Esa soledad de nuestros pueblos lo que da es tristeza, porque cada vez somos menos. Cada vez hay menos chimeneas encendidas». Desde que llegaron hace treinta años, la comarca ha cambiado mucho en ese sentido. «Había mucha más gente en los pueblos. Da mucha pena. Antes íbamos a cualquier pueblo del entorno y charlabas con la gente. Ahora ya no queda casi nadie, o no salen de sus casas», musita con nostalgia. Se está acabando un mundo, una forma de vida. «Se está acabando todo», apostilla.

Antes íbamos a cualquier pueblo del entorno y charlabas con la gente. Ahora ya no queda casi nadie o no salen de casa» 

Son Isabel y Javier todo en el pueblo: alguaciles, jardineros, vigilantes… «Como estamos solos, te haces de alguna manera responsable del pueblo. Antes de que llegáramos robaban con frecuencia, al llegar aquí nosotros la cosa cambió. Hubo una temporada en que hasta marcaban las casas y nosotros borrábamos las marcas». Han tenido alguna que otra experiencia, algún que otro sobresalto, como sorprender con las manos en la masa a los amigos de lo ajeno. En este sentido, cierto miedo es inevitable: «El miedo está ahí, es inevitable». Se da otra derivada con el miedo como denominador común: la nieve. Pueden pasarse días enteros aislados, y el temor ahí no es la soledad ni la incomunicación (saben que puede pasar y el acopio de intendencia está garantizado); el temor es que pueda producirse algún problema de salud en uno de ellos que termine siendo letal por la imposibilidad de acudir con urgencia a un hospital. «Hemos llegado a estar aislados más de una semana. Y aunque tenemos un todoterreno, de aquí no sales. Eso sí da miedo».

Todo el caserío de Crespos se halla en buen estado.Todo el caserío de Crespos se halla en buen estado. - Foto: Patricia

La clave de la felicidad de vivir casi como Robinsones en un lugar en el que incluso es precaria la cobertura de telefonía e internet, la tiene muy clara Isabel: «Ser paciente y vivir con la naturaleza; vivir los ciclos de la naturaleza. En invierno te aletargas un poquito más, y te vas más pronto a la cama. Si sale un buen día, aprovechas la mañana y las primeras horas de la tarde. Sí que da rabia que anochezca tan pronto, porque después de comer apenas tienes media hora para dar un paseo. Es lo que peor llevamos. Y si no te gusta escucharte a ti mismo, esto se te puede hacer eterno. Si no te gusta el silencio...».

Coincidir con gente en verano o en fines de semana de primavera y del estío, se le hace raro a esta pareja, que tiene dos hijas estudiando fuera pero que se criaron allí, de ahí que frente a la casa estén los columpios: los hicieron para ellas. «Terminarán aquí casi seguro», apunta con orgullo Isabel.

Si no te gusta escucharte a ti mismo, si no te gusta el silencio, esto se te puede hacer eterno durante el invierno» 

A Isabel le gusta entregarse a uno de sus grandes placeres: la lectura.
A Isabel le gusta entregarse a uno de sus grandes placeres: la lectura. - Foto: Patricia

«Nosotros somos felices, y no cambiamos esta vida por nada». Está cerniéndose la noche sobre Crespos, como si empezara a ser invadido por un ejército de sombras. En el salón de la preciosa casa de Isabel y Javier se enciende la chimenea. Las llamas crepitan, y su caprichoso movimiento ilumina de formas diferentes el rostro afable de Isabel, que ha cogido un libro al que dedicará un rato hasta la hora de la cena. Bobi y Calcetines están a lo suyo, como el perro y el gato. «Aquí manda el gato», dice Isabel sonriendo. Javier anda pachucho, descansando en sus aposentos. El valle sigue recogido sobre sí mismo, como ovillado al silencio que anticipa el invierno. Las siempre solitarias calles de Crespos se antojan más solas que nunca. Al alejarse, el pueblo se va difuminando hasta que desaparece de la vista, como si hubiese sido soñado.

ARCHIVADO EN: Calle El Valle, Naturaleza