Un simple gesto, el de una enfermera limpiándole con las manos el sudor de la cabeza, impresionó a un amigo de tal manera que fue de las cosas que más recuerda de su hospitalización por un problema cardíaco porque, y lo dice cada vez que lo cuenta, le parece que esa actitud iba más allá de las obligaciones de un puesto de trabajo. No sé si forma parte de lo que llaman la amabilidad de los extraños, pero se le parece. Me acuerdo de ello ahora porque, horas antes de escribir esta columna, otra profesional sanitaria me ha ayudado a pasar el trago -el chiste fácil sale solo- de una gastroscopia haciendo algo muy parecido, tranquilizándome y acariciándome el pelo durante la prueba. Gestos que se aprecian más en un momento en el que, en todos los ámbitos, cada vez toman más protagonismo la distancia (no solo la que ha provocado la covid) y la falta de empatía. O puede que no sea así, que solo destaquemos lo malo.
Igual por eso hay un consenso generalizado a la hora de analizar la figura de un tipo como Pau Gasol, que ayer anunció su retirada del baloncesto. No seré yo quien se ponga a analizar sus logros deportivos, que columnistas más versadas en este tema tiene esta casa. Pero sí alcanzo, como casi todo el mundo, a apreciar la educación, empatía y humanidad de la persona. Como ejemplo, el más mundano, aunque importante, porque las redes sociales son una forma más de comunicarnos en estos años 20 del siglo XXI. Las de Gasol sirvieron durante los Juegos Olímpicos y Paralímpicos para destacar todos y cada uno de los éxitos de los deportistas españoles. Ayer mismo, tras su despedida, su perfil en Twitter estaba lleno de agradecimientos, uno por uno, a los equipos donde ha jugado. Alguien a quien aprecio mucho asegura que se llega a cualquier parte con cuatro palabras: por favor, gracias y perdón. Personalmente, añadiría un hola o un buenos días, pero bueno, ya lo discutiremos. Tomando un vino, y puede que hasta viendo un partido de baloncesto.