Una generación con la EGB en el recuerdo

ANGÉLICA GONZÁLEZ
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Se han cumplido 25 años desde que desapareció la EGB, hija de la ley que actualizó la educación en España en las postrimerías del franquismo y que se alargó hasta 1997. Cerca de 130.000 burgaleses la cursaron en esas casi tres décadas

Si hiciste primero de EGB en el Liceo Castilla en el año 1979 es posible que te encuentres en esa foto... y que llevaras flequillo.

Son unas siglas tan mitificadas desde que dos visionarios hicieron de la nostalgia un negocio (libros, concursos de televisión, espectáculos musicales, camisetas y todo tipo de mercadería) que parece que aún forman parte del presente, pero la EGB fue enterrada hace nada menos que 25 años. El curso escolar 1996-1997 fue el último en el que aparecieron en un boletín de notas o en la orla de una clase, pues desde 1990 se había ido implantando progresivamente la ESO, una norma educativa creada ya en plena democracia. Veintisiete años duró esa etapa de enseñanza primaria incluida en la Ley General de Educación de 1970, que llevó la firma del ministro franquista José Luis Villar Palasí, con la que la escuela española se puso al día con el objetivo de conseguir un acercamiento a los países de su entorno. 

Por eso, el arco generacional que abarca es tan amplio e incluye desde a quienes vieron en blanco y negro la llegada del hombre a la luna hasta los que nacieron después del 23-F. Los primeros que cursaron esta etapa fueron los nacidos en 1961 y los últimos, los de 1983: en total, 129.691 burgaleses, muchos de los cuales están ya muy cerquita de la jubilación y otros, a punto de alcanzar ese hito biográfico que es cumplir 40 años. Conforman la llamada generación X, que fue la que siguió a la del baby boom y la que antecedió a los milennials, y tienen muchísimos recuerdos en común. 

Con más o menos variaciones, casi todos en algún momento llevaron el pelo cortado a tazón, pantalones de campana, jerséis de rombos, camisas ajustadas, vestidos de nido de abeja en verano y pasamontañas para enfrentar el crudo invierno. Si había dos hermanos o hermanas no era infrecuente que fueran conjuntados y como la ropa aún se remendaba, coderas y rodilleras parecían parte de la moda. Andando el tiempo aparecerían los volantes, las hombreras, el pelo cardado y las camisetas con héroes televisivos de las series de dibujos animados como La abeja Maya o Marco, aquel desventurado chaval que se pasó miles de capítulos buscando a su madre de los Apeninos a los Andes, al punto de que las peñas burgalesas incorporaron a las canciones con las que animaban los toros en los sampedros de los años 80 aquel rítmico soniquete que aún resuena en algunos oídos: «¡¡Queremos que Marco encuentre a su mamá!!».

Un nutrido grupo de escolares, a la salida de clase en el colegio Generalísimo Franco, en la primavera de 1977. Un nutrido grupo de escolares, a la salida de clase en el colegio Generalísimo Franco, en la primavera de 1977. - Foto: Fede

Nada hace más feliz a uno o a una de EGB que recordar quiénes fueron sus héroes de la pequeña pantalla, pues la tele fue la otra gran educadora. Los aparatos se generalizaron prácticamente en todas las casas, y en algunas, en color. La parte más veterana seguro que recuerda a Los Chiripitifláuticos o Planeta Azul, donde empezó a despuntar el burgalés Félix Rodríguez de la Fuente, un nombre fundamental que más tarde enseñaría a toda aquella chavalería a amar la naturaleza con El hombre y la tierra. Pero son, sin duda, Gaby, Fofó, Miliki y Fofito, Los payasos de la tele y su «¿Cómo están ustedeeeeees?» los más añorados. Tanto, que a finales del siglo XX, Emilio Aragón abrió esa senda de la nostalgia con su disco A mis niños de treinta años, en el que recreaba con artistas del momento sus canciones más míticas que duermen para siempre en la memoria colectiva junto con Mazinger Z, Orzowei, el gran Torrebruno y sus tigres y leones, el mítico Un, dos, tres y La bola se cristal

Fueron tiempos de golosinas. Hijas e hijos de familias que habían conocido el hambre, todo era poco para los egeberos, que, fundamentalmente los domingos, se hartaban de unas chucherías que hoy pondrían los pelos de punta a cualquier dietista. La lista es infinita: jamones (nubes de azúcar), pirulís, palotes (blandos y con forma de palo), cigarrillos de chocolate que a nadie le parecían una apología del tabaco, caramelos Pez, que venían en un dispositivo que era el colmo de la modernidad; Kojak, un chupachups que llevaba un chicle dentro y el nombre de la serie de detectives que popularizó Telly Savalas; chicles de bola que se vendían en primitivas máquinas expendedoras y que eran más duros que el mármol, pastelitos plenos de grasas saturadas y colorantes, pero también de nombres bien simpáticos (Bony, Pantera Rosa, Tigretón) y helados cuyos nombres (Frigodedo, Capitán Cola, Drácula...) evocan veranos de tardes larguísimas y libros de actividades.

Las petardos del 'Carlitos'. «Somos los que comprábamos los chicles de fresa ácida de Cheiw en 'La China', que estaba en la calle de Cardenal Benlloch, o los valientes que se hacían con un sobre de soldaditos de plástico o un buen puñado de petardos en 'Carlitos', en los soportales de la avenida de Reyes Católicos», recuerda, Patricia, nacida en 1975 y que cita también a Candy, Candy, como una de sus series favoritas y «auténtica precursora del manga» y las colecciones de cromos que, ya entonces, citaban a varias generaciones en la Plaza Mayor para intercambiar o buscar piezas muy cotizadas.

Un grupo de egeberas se apiñan ante la tarta en un cumpleaños de 1974. Un grupo de egeberas se apiñan ante la tarta en un cumpleaños de 1974.

Rafa, del 73, se acuerda como Patricia, de 'el Carlitos', pero también 'la China' y  el 'Piscis' en cuanto a provisión de dulces se refiere. Y de que aprendió a andar en bicicleta entre las grúas que construían los edificios que luego fueron la plaza Regino, de las clases de inglés en Inlingua y de los regalos de la Caja de Ahorros Municipal -cuadernos, lápices, reglas- a cambio de los ahorros infantiles. 

Lola, de 1967, desempolva sus recuerdos y le llevan a la tienda verde de la calle Salas, donde la muchachada de la zona se abastecía de chuches. A los helados de HI-FI, en San Pablo, tan grandes y cremosos, las raquetas de Maxi y las de Silma, que eran «gigantes», al cine en la Merced y La Alhóndiga, cuyas entradas repartía también Caja de Ahorros Municipal y a las barracas, tanto en la Quinta como los autos de choque en Caballería, adonde muchas iban a escuchar a Miguel Bosé, a los Pecos, a Pedro Marín... no en vano las egeberas que llegaron a la adolescencia con el BUP, la FP y el COU, explotaron al máximo el fenómeno fan... 

«Había una tienda al principio de la calle San Juan de Ortega -evoca Jesús, del 66- que vendía aceitunas picantes y pinchando la bolsita te bebías aquel líquido glorioso. En esa época, en mi cole los profes pegaban y se llevaba lo de darte con la regla en la mano o tirarte el borrador. Nosotros respondíamos tirando granos de arroz con el boli de Bic Cristal. Qué tiempos. Los pantalones Jesus, las zapatillas Yumas y aquellas cazadoras coreanas azules o verdes que duraban eternamente. Y a la calle a jugar a las canicas o tirar tacos a las chicas...».

Día de carnaval con disfraces improvisados por unas madres muy mañosas.Día de carnaval con disfraces improvisados por unas madres muy mañosas.

Esos vaqueros, los 'niquis', las playeras, las trenkas y las coreanas se compraban en Calzados Bambi, en Yoya -que era modernísima-, en Gisela, Textiles Marín (¡tenía un tobogán!) Moradillo, Simeón, Grandes Almacenes Campo y Galerías Preciados. Y más bonitos que un San Luis, todos al cine: el Gran Teatro -quién ha olvidado su mítico ciclo de terror-; el Calatravas, el Avenida (con su cinefórum infantil a cargo de José Luis Barrios Treviño), el Goya y el Consulado; el Condal y el Ducal en Gamonal con sus sesiones continuas de pelis de serie B y subidas de tono; y el Tívoli y el Cordón. La guerra de las galaxias se estrenó en este último en1979 y aún muchos recuerdan que la cola para sacar las entradas -que también tenía su encanto- dio durante varios días la vuelta a la manzana y colapsó la calle Santander. 

Las patatas de Matamoros en Aranda y los primeros cigarrillos en el lavadero de Trespaderne. En Aranda, recuerda la periodista Isa Martín López, del 74, varios quioscos eran «la meca de los dulces»: uno en la Plaza Mayor, de chapa, y dos, en los Jardines de Don Diego, «unas construcciones separadas de cualquier edificio que aún se conservan pero que ya no se usan desde hace años»: «Pero donde más colas se preparaban eran en plena calle Isilla, en una esquina de los soportales, en una pequeña caseta de chapa azul. Un 'establecimiento' que primero regentaron los hermanos Seronis, así se les conoce, aunque los niños de los 70 y los 80 no les conocimos en activo. El que nos vendía unos cucuruchos de papel con unas deliciosas y crujientes patatas fritas era Matamoros, apodo que ahora es políticamente incorrecto. Además de esas patatas fritas artesanas, también tenían unas cortezas de trigo muy grandes, bolsas preparadas de regalices o gominolas. No se podía ir al centro (bajar al centro, decíamos los del barrio del Polígono Residencial) sin comprar allí».

Y para ver las películas de moda, el Principal o el Teatro Cine Aranda: «El primero era más nuevo y por eso más cómodo, pero los dos traían películas más o menos de estreno. Todavía recuerdo los codazos que tuve que soportar para poder coger un buen sitio para ver Sufre mamón, de Hombres G...».

Cola para comprar chuches en Aranda.Cola para comprar chuches en Aranda.

Desde las Merindades, Ana Isabel Castellanos (1970) recuerda que en Trespaderne eran Cecilia y Jesús quienes abastecían de golosinas a los setenteros y ochenteros: «El domingo no había más plan que ir a la misa de 12 de la mañana y después a comprar chuches... eso hasta los 13 o 14 años». El lugar de reunión de la chavalería y de los primeros cigarros, en muchos casos, «era y sigue siendo a día de hoy el lavadero, porque es un espacio cubierto y cerrado y hay espacio para sentarse y charlar bajo techo».

Castellanos evoca lo complicadas que resultaban las comunicaciones en aquellos años. « Mucha de la ropa que llevábamos nos la compraban en los puestos de venta ambulante y mucha otra me la confeccionaba mi madre, los jerséis de punto de toda la vida. Creo que mi primer modelo de Zara llegó cuando ya tenía 14 o 15 años, por lo menos. Y lo más fueron mis primeros Levis etiqueta naranja con 17 años. Eso es inolvidable. Llegar a la ciudad desde un pueblo de Las Merindades era una odisea por carreteras de mala muerte de aquellos años y apenas íbamos de compras. Las mejoras de las comunicaciones no llegaron hasta finales de los 90 y comienzos del siglo XXI».