Sonorama, la madre del cordero

MARTÍN GARCÍA BARBADILLO
-

No está en la playa ni reúne a las mayores estrellas internacionales, pero este año celebra 25 ediciones de éxito y reconocimiento. ¿Qué tiene el Sonorama (que otros no)?

La Plaza del Trigo, centro de las emociones, en la edición de 2019. - Foto: Valdivielso

Es mediodía, en mitad de agosto, de un año u otro, no importa. Alguien sube por la calle de la Miel entre ríos de gente que se mueve en todas las direcciones. Gira y se topa con un escenario donde empiezan a tocar cuatro chavales; guitarra, bajo, batería y voz. No los conoce, alguien dice que son de Cantabria, ni le suenan… Pero suenan, vaya si suenan. Se para a escuchar, pero su pie derecho no puede parar. En dirección contraria se acerca un grupo de chicas, lo enchufan con pistolas de agua, se agradece. Ellas siguen, bajan a la Plaza Mayor y de allí a intentar pillar sitio en la Plaza del Trigo, que habrá sorpresa. ¿Izal? Puede ser, eso es lo que quieren. Ya se verá, es lo que tienen las sorpresas, a veces colman las expectativas y otras las superan por caminos insospechados.

Ese año u otro, da igual, en el cámping todo está arrancando, es el primer día. Cuatro veinteañeras acaban de llegar, se afanan en montar su iglú Quechua 2 Seconds, que no hace honor a su nombre. En medio del trajín de piquetas y vientos, oyen en la distancia, casi como un rumor, la voz de Iván Ferreiro (Desde aquí, desde mi casa / Veo la playa vacía / Ya lo estaba, hace unos días / Ahora, está llena de lluvia). Abandonan la tarea y corren literalmente a acompañar con su voz esos versos.

Un buen rato después, el sol de Castilla es naranja hasta hacer daño a esas horas del final de la tarde. Baja lentísimo detrás del escenario, subraya el tránsito del día al comienzo de lo verdaderamente gordo. Rodeado de personas, a una distancia prudente del escenario, alguien se ajusta la camiseta, se la sube de los hombros, está nervioso, se prepara, tiene ganas. Suenan unos acordes de un bajo arrollador, los primeros de la noche, y arranca la voz (Se conocieron en el parque del Retiro en 1992 / Ella llevaba un vestido de flores / Él parecía ser un sufridor), son León Benavente. O tal vez se escucha un órgano hipnótico (Y si tú no ves más de lo que has aprendido / Y una vez más estás perdido / Únete, puede hacerte volar) de los siempre luminosos Lori Meyers. Incluso puede que una batería casi susurre machacona el ritmo (Ahora mismo estáis aquí / No puedo veros pero sé que estáis aquí / Estáis aquí, estáis aquí) y ese alguien se vea coreando a Sidonie, o tal vez suben Love of Lesbian o puede que sea Dorian. Es el Sonorama.

¿Pero esto no es lo mismo en todos los festivales, por ejemplo, en cada uno de los que este verano de resurrección brotan en las cuatro esquinas del país? En este 2022, tras dos años de suspensiones o ediciones a medio gas, muchos eventos han vuelto y otros han surgido nuevos configurando una oferta para la que no está claro exista tanta demanda sostenible en el futuro más allá de este momento en el que todos necesitamos desquite. Y en este tablero de ofertas mil, competencia feroz y lucha darwiniana por la supervivencia habita y bracea el Sonorama, que no es el más grande, ni el que tiene la mejor playa ni tampoco el que luce en lo alto del cartel al artista internacional de más relumbrón. Pero en esta jungla festivalera, este año, precisamente, celebra su 25 aniversario y esas credenciales no las puede presentar casi nadie. Entonces, ¿qué tiene el Sonorama? ¿Cómo ha llegado hasta aquí? ¿Por qué mola?

Su historia ha sido contada mil veces: una tienda de discos en problemas que uno imagina como la del film Alta Fidelidad; una primera edición del festival en la vieja plaza de toros para salvar el establecimiento que resulta ruinosa; una travesía con pasos por el desierto incluidos y, en lo que ahora parece un parpadeo, un cuarto de siglo de música y éxito desde el corazón de la meseta. Es, sin duda, el triunfo de lo improbable.

José Manuel Sebastián, locutor de Radio 3, ha retransmitido el festival durante nueve años consecutivos desde 2011 a 2019 y lo mismo ha hecho con decenas de otros eventos similares para la radio pública musical. Se los sabe bien. Sebastián recuerda el aire «cómodo y familiar» que ha caracterizado al Sonorama, aunque inevitablemente esta sensación tiende a diluirse con el crecimiento de público, y señala a los carteles como el verdadero punto fuerte del festival desde el principio. «En los primeros tiempos, Sonorama coincidía en fechas con el FIB (Festival Internacional de Benicasim), que era la reunión anual del indie español. Después el FIB se hizo más inglés en su programación y Sonorama tomó el testigo y la fecha como cita del quién es quién de la música indie nacional, se convirtió en el punto de encuentro». En realidad, apunta Sebastián, los carteles eran parecidos a los de otros festivales pero con una salvedad: «Sabías que todos los grupos que habían sacado disco ese año, iban a estar en el Sonorama». El encuentro arandino se fue convirtiendo en la referencia de la música independiente, un concepto que cuando comenzó en festival apenas existía, se hablaba más bien de música alternativa, de esos tiempos se viene.

Para llegar a esos carteles selectos de los que habla Sebastián se avanzó paso a paso desde aquel primero con Dr. Explosión, Chucho y Mercromina y un show de una tarde para, casi literalmente, cuatro amigos el 25 de julio de 1998. Al año siguiente, con dos días, en el mismo escenario, se contó con Los Enemigos, imprescindibles absolutos del rock español, como cabeza de cartel y la colaboración ya de Radio 3. En el año 2000, mudanza al campo de fútbol Virgen de las Viñas y el comienzo de un idilio: Los Planetas, padrinos del indie nacional, debutan en Aranda. En las siguientes ediciones la cosa toma forma y empiezan asomar nombres, algunos todavía en letra pequeña en los carteles, que serán leyenda del festival, como Fangoria, Sidonie, Deluxe, Iván Ferreiro o Lori Meyers, que se suben al escenario ribereño por primera vez en 2004. Poco a poco, año a año, se empiezan a grabar en miles de personas los recuerdos, momentos y emociones que llenarán de significado esas cuatro sílabas tan, precisamente, sonoras: Sonorama.

En 2007, el festival pasa a durar tres días y estrena las mañanas en la Plaza del Trigo, un icono difícil de replicar y explicar; un centro de emociones, sudor y sorpresas, y también un examen y trampolín para bandas que están en trayectoria ascendente. Es todo esto y un descomunal fiestón mañanero, después de una noche sin fin y en mitad de un día que tampoco lo tendrá. Glastonbury tiene su escenario de la pirámide y el Sonorama la Plaza del Trigo, que es mucho más pequeña de lo que uno puede imaginar antes de conocerla. De aspecto se parecen como un huevo a una castaña pero ambos son mitos que se construyen y cimentan en sentimientos y emociones compartidas por miles de devotos. Una muestra muy gráfica de lo que va la Plaza del Trigo se puede ver en Youtube en el famoso vídeo de la actuación de Izal en 2013, atacando su tema Qué bien: 'Qué bien que en mis pupilas siga entrando luz del sol…'

La bola no para de rodar: en 2011, Sonorama suma cuatro días y diez escenarios por los que ya ha pasado (varias veces) toda la aristocracia indie nacional, la mayoría de los aspirantes y artistas internacionales de renombre como Mando Diao, Nada Surf, Ash, James o The Divine Comedy, a los que en ediciones posteriores se sumarán figuras como Liam Gallagher o los escoceses Belle&Sebastian. La presencia foránea (normalmente británica) no es el objetivo principal del Sonorama pero siempre da brillo. En 2014, Raphael encabeza cartel y lo eclipsa todo, subrayando una línea de artistas inesperados o sorprendentes que pasa a ser sello de la casa. Non stop: en 2017 se celebra el 20 aniversario, con un homenaje a la música española al que no faltó nadie y que preludia algo parecido para este sábado 13, en la conmemoración del 25 cumpleaños. Después, lo conocido: pandemia, suspensión, medio gas y este 2022, con C. Tangana, Izal y todas las ganas del mundo juntas encabezando el cartel. Y todo, con lechazo y Ribera, algo impensable en Glastonbury.

Hasta aquí la historia, pero las preguntas siguen sin respuesta: ¿qué tiene de especial el Sonorama? Cristina, 28 años, festivalera militante que ha pasado este año ya por el FIB y se dejará caer también por el Sonorama lo tiene claro: «El ambiente de Aranda, de las calles, más allá del recinto del festival, es la diferencia. Puedes ir incluso sin entrada a pasar el día y disfrutarlo a lo grande». Cristina montaba la iglú Quechua 2 Seconds del principio de estas líneas y ha vivido la misma emoción que le hizo dejarla a medias delante de muchos de sus músicos favoritos. Puede recordar, y casi visualizar, las actuaciones de Love of Lesbian, Vetusta Morla o los héroes locales (del sábado o de cualquier otro día), los burgaleses LA M.O.D.A. «Sonorama es ponerme delante, en vivo, de mi playlist de Spotify». Pero también es darse de bruces con el brillo de lo inesperado, como le sucedió en el concierto de Fangoria de 2018. «Fuimos de rebote y nos flipó». Ir a tiro hecho o a dejarse seducir a ciegas son dos posibles caminos hacia el placer, en la música y en lo que no es música. Aquí, entre tanta variedad, cualquiera de ellos es practicable.

Por su parte, Vladimir L. Laredo, musiquero, colaborador de este periódico y representante además de la generación anterior a la de Cristina (40 plus) lo tiene igual de claro: «No es que el Sonorama se meta en Aranda, más bien es Aranda la que se mete en el Sonorama. Es una simbiosis perfecta». No es poco, otros lugares hubiesen sido indiferentes u hostiles, no hace falta señalar a nadie. Vladimir apunta igualmente a la importancia crucial del festival en su apuesta por la música nacional dando visibilidad a bandas que tocaban en salas, con suerte medianas, y no contaban con muchos escaparates. Porque el indie, que nadie se engañe, no es la escena mayoritaria en gustos ni presencia. «Pero el Sonorama, además, es mucho más que indie, no es puro ni integrista en ese sentido», reseña Vladimir, que ensalza los experimentos y la apuesta por otros sonidos como los presentes en el escenario Urban o las miradas a artistas de tiempos algo anteriores que, entre todas, suman una diversidad tan grande «que puedes elegir lo que ves», y todos contentos. Su recuerdo sonorámico top se remonta a 2017 y el 20 aniversario, aquella especie de We are the world (we are the children) de aquí.

Desde un punto de vista profesional, José Manuel Sebastián (Radio 3) puede recitar una lista interminable de momentos plenos y conciertazos a lo largo de sus nueve sonoramas que muchos también evocarán con un escalofrío trepando por la columna: «La chilena Javiera Mena en el escenario Charco; Ángel Stanich en la Plaza del Trigo cuando empezaba, Xoel López solo con guitarra y voz, Iván Ferreiro, León Benavente cuando acababan de sacar su primer disco… Pero si me tengo que quedar con algo es con la vuelta de los 091, a los que tengo devoción personal y un descubrimiento: Belako. Dieron un conciertazo en el que éramos poquísima gente que, simplemente, me encantó». Eso y la «naturalidad y tranquilidad con la que fluye todo y el buen trato que reciben los espectadores» marcan el punto de este festival respecto a otros para este periodista que se los ha pateado casi todos.

¿Y cómo se ve y siente el Sonorama desde el escenario? Los miembros de LA M.O.D.A. reciben la pregunta en Torrevieja, donde paran en su viaje entre el FIB y el festival La Mar de Músicas de Cartagena. Verdaderos obreros de la música, trabajadores tenaces de buzo del escenario, consideran que es el festival «de casa». Estos revisores del cancionero burgalés han visto mucho en sus más de 500 conciertos con citas en festivales del tamaño del Mad Cool o el BBK Live y perciben Sonorama como «un recordatorio de que aquí también tenemos la misma capacidad y no hace falta irse a grandes ciudades para disfrutar de un festival». Uno de sus primeros bolos fue precisamente en el festival. «Tocamos en una carpa al lado de los kebabs, no habría más de 40 o 50 personas, pero ¡cómo gozamos!», recuerdan. No es difícil imaginarlos sudando la camiseta, de tirantes, en ese bolo de, pongamos, las cinco de la tarde; eso también es el Sonorama. Después, subirían por dos veces al escenario de la Plaza del Trigo en 2012 y 2018 (o esos años creen recordar), donde sintieron la manera en que Aranda y su festival son una sola cosa. Para los burgaleses, su momentazo sonorámico tiene nombre en euskera: Berri Txarrak, la banda navarra que les alucinó en uno de sus pases por la Ribera.

Esto es el Sonorama y esto tiene de particular y especial para un pequeño grupo de personas. Pero a lo largo de casi un cuarto de siglo han acudido a este santuario miles de peregrinos de esta romería pagana que se celebra como la fiesta del santo de cualquier pueblo en estas tierras. Y cada uno de ellos se acerca por sus motivos y esos lo hacen especial, así de fácil. Y las razones pueden ser la fiesta en sí, disfrutar con los amigos vestido con una camisa hawaiana (y probablemente hortera), estar en el moderneo, la moda arrasadora de los festivales, la tradición ineludible de cada año o formar parte de algo colectivo (la tribu de la que habla León Benavente). Y también, por supuesto, emocionarse, liberarse, llorar si toca, bailar y, en suma, g-o-z-a-r con algo tan exclusivamente humano como la música; sentir una experiencia tan personal como esa música, que toca unos resortes distintos e imprevisibles en cada persona, y a la vez hacerlo como parte de algo más grande, el colectivo, que también despierta y se estremece. No hay motivos mejores que otros, y existen muchos. Este año, hay otro añadido y posiblemente compartido por todos los que tomen Aranda: lanzarse con los ojos cerrados desde un trampolín a zambullirse de nuevo en la vida tras estos años oscuros; devorar los momentos, reencontrarse a lo grande, elaborar recuerdos, ver anochecer y amanecer… Volver a vivir, esa es la madre del cordero. 

Qué bien.