1984. OTAN, de entrada no y de salida tampoco

Carlos Dávila
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1984. OTAN, de entrada no y de salida tampoco

Solo a hombros los toreros y los muertos. Como Paquirri, Francisco Rivera. Toda su vida fue un ritual entre folclórico y taurómaco: también de prensa rosa. Y de pronto se murió como decían que caían los diestros antiguos, como Joselito o Granero: entre los cuernos de un animal de 500 kilos. Sucedió en Pozoblanco, Córdoba. Avispado le enredó, musitan los aficionados que «de mala manera», y Paquirri se fue a la enfermería expirando gota a gota y contando a un cirujano inexperto que «la cogida es muy gorda, doctor». Y se murió y fue paseado en el féretro por la arena de la plaza como es de rigor para los toreros exánimes en el coso. Su viuda, la tonadillera Pantoja se privó como por ensalmo y únicamente unos años después volvió a cantar entre suspiros y lloros populares. Cuando reapareció pidió permiso al respetable para entonar la copla para su marido ya convertido en mito. Habló así: «...aquel que me llenó la vida, ya no vive aquí». 

 

Y España se estremeció porque aquí siempre nos gustan las emociones fuertes. Este es un país, escribió Jardiel Poncela, «en el que sólo salen a hombros los toreros y los muertos». Paquirri encerraba esa doble condición. Aquí, en el país, junto a los heridos para la Historia nacía sin tanto estrépito una niña para el porvenir más gozoso de la Medicina; vino hasta nosotros en la Clínica Dexeus de Barcelona y fue la pionera de la fecundación in vitro. Puestos a poner nombres a todo, aunque inadecuados, llamamos al bebé la niña probeta. Un avance emocionante en un año en el que se había producido otro accidente mortal: el del hijo del tristísimo Alfonso de Borbón, ahogado mientras esquiaba en Colorado con una soga que no percibió. 

Aquello también dio mucho de sí para las revistas del corazón que peleaban con los diarios generalistas en ofrecer novedades y truculencias. Una de estas últimas, desde luego, fue el infame sainete de la Alianza Atlántica; González había prometido sacarnos de ella pero ¡oh, descubrimiento! cuando llegó a la Moncloa se apercibió que para la gran entrada internacional de España en la Comunidad Europea, la condición era continuar en la OTAN, así, que con enorme osadía y desparpajo, Felipe se subió al estrado de las Cortes y se inventó un falaz decálogo que no era otra cosa que un envoltorio, una coartada para disimular su cambio de opinión. «OTAN de entrada no, y de salida tampoco» y el Gobierno se dispuso a cumplir con el mandato; lo llevó a su Congreso y allí entre requiebros de «o esto, o me voy», y protestas más bien tenues, el PSOE aprobó la remoción por 394 votos a favor y 266 en contra. Felipe ensanchó su política y los pulmones pero ya con respiración artificial.

Porque, la verdad, entonces en aquel año, no tenía el hombre un minuto de asueto. 

Su ministro y amigo de confianza, Maravall se empeñó en aprobar una Ley, la LODE, que significaba todo un ataque a la línea de filtración de la enseñanza privada, así que las gentes se echaron a la rúa comandadas por una contorsionista de la protesta, de nombre Carmen de Alvear, que llegó a reunir hasta medio millón de personas en Madrid. La Ley tuvo menos recorrido que un coche de caballos en la Gran Vía de la capital y sucesivamente ha sido reprendida y corregida por otras nuevas, entre ellas la ahora vigente que también lleva el nombre de su perpetradora: la Ley Celáa. Curiosamente aquel texto fue muy poco apoyado, los comunistas le hicieron una peineta de partida, pero los nacionalistas de CIU (¿se acuerda alguien de la moderada Convergencia i Unió?) se subieron a aquel carro paticorto. ¿Por qué? Pues verán, porque entonces el jefe de aquel catalanismo ya tenía el aliento de la Justicia en el cogote y no quería irritar demasiado al Gobierno de la Nación con un Felipe Gonzalez al frente que dejó hacer al fiel Burón Bara y este fiscal general del Estado, que se creyó la tontería en España de su independencia, le arreó un estacazo a Pujol en toda su arquitectura política y le procesó por apropiación indebida y falsedad en documento público en el escándalo de Banca Catalana, una entidad financiera que había presidido el «muy honorable president» y que arruinó a media Cataluña y un poquito también España. 

Dos súbditos de Burón, Mena y Villarejo, intentaron terminar con el futuro institucional de Pujol pero éste, groseramente, lo asoció al de Cataluña: «Somos víctimas -clamó- de una conspiración del Estado Español» y venció en el trance, así que el caso decayó, Pujol convocó a los suyos en la Plaza de Cataluña y les mandó directamente «ahora, a trabajar». Allí terminó la función.

El país estaba con ésta y otras muchas incidencias bastante alborotado. De pronto se conoció el contraterrorismo de Estado, los Grupos Armados de Liberación, el GAL, una facción para el «ojo por ojo» que se construyó en el Gobierno Civil de Vizcaya con su rector al frente, Julián Sancristóbal, y la bendición de un animoso y cruzado Damborenea, un nefrológo metido a político, que terminó abandonado por sus colegas y refugiado incidentalmente en el PP de Aznar. ETA asesinó cruelmente en la puerta de su casa al senador socialista Enrique Casas, y los citados se conjuraron para que un crimen así no se quedará sin réplica, por lo que ni cortos, ni perezosos, echaron mano de antiguos «pieds noirs» argelinos y de mercenarios de la peor condición y ordenaron el asesinato de un pediatra bastante radical en su separatismo eso es lo cierto, Santiago Brouard. Le ametrallaron en su propia consulta y España entera cayó en la cuenta de que el Gobierno socialista había decretado que la mejor ETA era la muerta, o sea, la ejecutada por el GAL. Al fin, lo saben, pagaron los más tontos, el rumboso Amedo, y un policía, Michel Domínguez, cuyo única cualidad era saber francés y de la «X» del GAL nunca más se supo. O quizá sí. González a lo mejor lo sepa.

 Y entre unas cosas y otras el personal empezó a retraerse de los políticos, hasta el punto de que el naciente Centro de Investigaciones Sociológicas dictaminó a la sazón que la llamada clase política estaba a la cola de sus preferencias. En la cabeza de los líderes nacionales figuraba entonces el Rey que no paraba de acumular prestigio, sobre todo en sus viajes, uno de los cuales tuvo trascendencia universal: el que cursó a Moscú donde entonces mandaba un tipo al borde del sepulcro, Chernienko se llamaba el secretario general del PCUS que recibió a nuestros Reyes con honores desmedidos y les cedió incluso su mejor estancia en el palacio del Kremlin. Don Juan Carlos se lució y, constatando que aquella Unión Soviética se deshacía, se permitió el lujo de dar una clase de derechos humanos; los rusos le miraban como en diciembre miran a la nieve, pálidos y estremecidos de frío.

Mientras, para terminar, calientes, calientes, volvían a estar las portadas rosas, esta vez con un idilio inesperado de consecuencias hasta políticas: el de la señora Preysler, ex ya de Julio Iglesias con el superpoderoso ministro de Economía, Miguel Boyer. Les pillaron en coyunda en la propia sede del departamento de Hacienda y el ministro tuvo que dimitir para alegría de su víctima Ruiz Mateos que, desde su exilio alemán, sentenció: «Boyer, eres un depravado». 

Y es que estaba entonces España para mucho arte, predominaban las películas, digamos intensas y «con mensaje», por ejemplo la cruel Los Santos Inocentes de Mario Camús, y Alfredo Landa, que de vez en vez se cubría los calzoncillos con películas como la citada lo que le valió el Premio Nacional de Interpretación. Otro actor, el presidente del Congreso, Gregorio Peces Barba, se empeñó también en ser protagonista y prohibió el tabaco en el hemiciclo. Él, persistente fumador de los habanos de Castro, se justificó así: «Mis debilidades no tienen por qué aguantarlas los demás». Las de Peces eran realmente muy comentadas.