Un cotarro que destila pasiones

J.Á.G.
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Moradillo de Roa ha recuperado más de 150 bodegas subterráneas que les ha valido varios galardones y el Premio Europa Nostra a la conservación del patrimonio. El armónico y restaurado complejo enoturístico se puede visitar y además catar los vinos.

Un cotarro que destila pasiones - Foto: Alberto Rodrigo

Moradillo de Roa exhibe un altozano típicamente ribereño, trufado de bodegas subterráneas, de intrincadas cavas multipropiedad, algunas con pequeños lagares y lagaretas, pero en ningún otro pueblo el conjunto es tan amplio -157 están censadas, casi una por vecino- ni está tan bien armonizado arquitectónicamente, tampoco tan primorosamente restaurado y recuperado. Este icónico El Cotarro, situado a los pies de la iglesia de San Pedro, les ha valido a sus orgullosos y voluntariosos vecinos ya tres premios nacionales. Además, la propia Unión Europea ha reconocido el esfuerzo de los moradillanos por rehabilitar y conservar su patrimonio etnográfico otorgándoles el premio Europa Nostra, uno de los galardones más prestigiosos. Ahora no renuncian a presentarlo también en la Unesco, que seguro se rinde a los encantos de este bello y singular conjunto.

Esta sureña localidad se ha convertido en poco más de cuatro años en un referente enoturístico nacional y europeo en el plano cooperación y colaboración comunitaria, porque este empeño es obra de todos los vecinos, que aportan no solo uva, sino también esfuerzo y dinero... Este proyecto, liderado por el Ayuntamiento, tuvo en el visionario exconcejal Ignacio Rincón su primigenio impulsor y hoy, detrás de la iniciativa está todo un pueblo. Cuentan con una 'embajadora' europea, Marta Sanz, una científica que trabaja ahora en Oslo (Noruega). También reputados enólogos como Alfredo Maestro, que ha puesto oficio y poesía en dos estupendos vinos de pueblo y autor, que firma y embotellan él y "300 más", como reza la contraetiqueta. El blanco se obtiene partir de esa singular uva blanca de albillo mayor, una variedad que estuvo en peligro de extinción porque no era fácil venderla en una tierra donde hasta anteayer primaban los tintos. Con el sello de El Cotarro, una añada con otra, no salen más de 1.000 botellas que se destinan a catas enoturísticas y promoción. Un poco más larga, unas 1.500 botellas, es la producción del tinto en el que se utiliza exclusivamente la uva tempranillo. No son muchas pero sí suficientes para que los visitantes disfruten de esos vinos, una delicia para la nariz y el paladar, como atestigua otro señero enólogo Xavier Ausás, que sabe de las bondades de esta uva y además es activo patrono del proyecto. La limitada producción impiden, por ahora, la comercialización.

Construir para vivir. En las bodegas subterráneas, delatadas en la ladera por las zarceras y las características 'porteras' -algunas reconvertidas en merenderos- hay más que vino, hay mucho encanto y también duro trabajo y constancia. Es la prueba del algodón de que funciona esa filosofía de "reconstruir para vivir" y sumar sinergias, una certera estrategia contra despoblación en el medio rural que cobra en este pueblo carta de naturaleza y, sin duda, representa un ejemplo a seguir en una comarca que destila esa ancestral cultura enológica. Esas 600 hectáreas de viñedos, cuyas hojas amarillean en el páramo de Corcos, siguen produciendo una cotizada tempranillo que se la disputan reputadas bodegas como Vega Sicilia, Pago de Carraovejas o Dominio de Cair, entre otras, para elaborar sus vinos de guarda. El fruto madura a 900 metros y su recio hollejo que da a los caldos carácter y fortaleza.

Cientos de visitantes y turistas -algunos llegados de EEUU, China y países europeos- así como prestigiosos enólogos y profesionales del sector han visitado ya este barrio de bodegas subterráneas que es, como el resto del pueblo, ancestral arquitectura del vino pero también cultura viva y pasión por la enología. En añejos y restaurados lagares muchos vecinos siguen elaborando su propio vino. Hoy, la ruta Vino Ribera del Duero estaría aguada sin esa visita a Moradillo de Roa, donde la hospitalidad y la acogida es algo más que tradición, es religión. Armonizar esos magníficos vinos con una instructiva visita a estas históricas cavas es un estupendo plan para una escapada. La aventura, sin lugar a dudas, merece la pena. La pandemia ha cercenado algunos planes, proyectos e iniciativas para impulsar actividades y promoción, pero desde mayo pasado las visitas se han reiniciado, por supuesto con las medidas sanitarias, de aforos y distancias establecidas en la normativa. Los grupos no pueden ser de más de seis personas. De momento los días y horarios están circunscritos a los sábados (a las 10, 12, 13 y 16 horas) y los domingos (a las 10 y 12 horas) aunque para colectivos es posible, avisando con tiempo, hacerlo en días laborables.

Por cierto, el recorrido, lo advierten, no es recomendado para personas con movilidad reducida por las lógicas limitaciones de esas angostas escaleras y estrechar paredes que dan acceso a las bodegas subterráneas. Eso sí, se recomienda llevar calzado plano y ropa de abrigo porque en el interior de las cavas -eso sí, igual en todas las estaciones- es de 10 grados, lo que permite la perfecta conservación de los vinos. El precio de la visita, a secas, está estipulado en 8,00 euros, si se prueban los dos estupendos caldos moradillanos el coste es de dos euros más. Con cata y aperitivo -queso curado de oveja churra Del Vidal y el pan de Hontangas- y copa serigrafiada de regalo la visita cuesta 12,50 euros, un precio nada elevado si además se tiene en cuenta que se pueden catar unas cervezas artesanales de vendimia -roja y blanca- no menos estupendas, que llevan el sello de Mica. Son la plasmación del sueño del maestro cervecero Juan Cereijo y el propio Rincón de combinar uva de Moradillo y la cebada de Fuentenebro.

Deambular por esta mota bodeguera, una suerte de poblado hobbit, es una experiencia singular. Unos 18.000 metros cuadrados albergan una sucesión de cavas, apiñadas y superpuestas en hasta cinco niveles. A ello se suman siete lagares-cueva tallados en piedra. La red continua en trama urbana y entre el caserío se esconden otras muchas construcciones, algunas auténticos centro de interpretación y etnológicos. Agustina González, técnico en aceites de oliva y vinos y máster en Cultura del Vino de la UBU, es la solícita guía oficial que acompaña a los visitantes en este particular viaje al centro del cotarro . Oficialmente dura hora y media, pero siempre es más porque los visitantes se quedan embelesados y piden 'prórroga', apunta. En esta ocasión se ha sumado a la expedición el alcalde Javier Arroyo, que en ocasiones hace también de cicerone así como Tomás Cabestrero, servicial alguacil y también intendente. Desde el regidor hasta el último vecino, pesada llave en mano, están orgullosos y prestos a enseñar sus bodegas en este cotarro, que es puro enoturismo pero también una herramienta de dinamización sociocultural del pueblo. Los maridajes de El Cotarro con la música, la literatura y teatro o con fechas señaladas han atraído multitudes. Han sido frenados por el coronavirus, pero confían en reiniciar las citas en el futuro.

Lagares con historia. Empezando por el principio, la gira se inicia en la casa consistorial, que acoge en una sala la exposición permanente del proyecto de El Cotarro. Agustina González ilustra y pone arrobas de pasión en un relato en el que cuenta la historia de este empeño de todo un pueblo en recuperar sus raíces y abre el camino, por la travesía de San Juan hacia el lagar del tío Santos, que data de 1744 es propiedad de Esteban Sanz. Es un pequeño museo etnográfico del vino en el que solo falta los mozos pisando esa uva. Esa prensa, esa enorme y recia viga de olmo, el husillo, el mozo, la marrana... están como ayer, los utensilios y aperos de vendimia que cuelgan de la pared -garullos, conachos, canastos-... meten de lleno al visitante en ambiente y si añadimos la cata de sus vinos y el queso curado de oveja, miel sobre hojuelas. La uva no se pisa aquí sino en el lagar urbano del Tercio, que data de 1736, que está no se visita, pero Alfredo Arroyo siempre está dispuesto a contar su historia y a mostrar documentación histórica. El mosto, recién pisado, como antaño se trasiega a las barricas de madera de castaño de la bodega de las Ánimas, que recibe este nombre por estar bajo el cementerio anejo a la iglesia de San Pedro. Allí duerme dos años y con el paso del tiempo y las fermentaciones, todo natural, el blanco adquiere ese bello tono dorado y su singular toque afrutado, que recuerda a la manzana. A la vez el tinto toma textura y fuerza esperando a que Alfredo Maestro lo cate y de su visto bueno para el embotellado. Otra parada obligada es El Bodegón, la cava multipropiedad más amplia del cotarro, horadada por intrincadas galerías y nichos. Allí, a la antigua usanza, los visitantes pueden tirar de porrón para degustar un clarete milagreño, que anima a seguir la ruta. Desde el campo de fútbol, en las faldas del altozano, la panorámica es magnífica. Obligada es también, ya en el pueblo, la visita al lagar de Anita Arroyo, en la calle San Pedro. Su propietaria es reacia a salir en las fotos, pero siempre está presta a abrir la puerta para ver su interior. Otra pieza más en este enorme puzzle bodeguero en el que cada vecino, si está, pone su propia pieza abriendo la puerta de su bodega y de su casa. Pura hospitalidad ribereña. Como la de Águeda Sanz, cuya familia además de rehabilitar la bodega familar en el cerro, ha rehabilitado en la casona un enorme horno romano en el que se pueden asar -comprobado- 80 cuartos de lechazo de una tacada.

*Este reportaje se publicó en el suplemento Maneras de Vivir el 26 de diciembre de 2020.