El hombre y los principios

Á.M.
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El MEH, y por extensión todo el complejo, llevan la firma del cántabro Juan Navarro Baldeweg, que en plena eclosión de la arquitectura efectista defendió los fundamentos clásicos en un concurso que se adjudicó por unanimidad. Mañana cumple diez años.

El hombre y los principios - Foto: Alberto Rodrigo

A finales del siglo pasado, el formalismo era la doctrina imperante en la gran arquitectura, entendida como tal aquella capaz de transformar ciudades y remover presupuestos multimillonarios. Reinterpretadas para una suerte de nueva vanguardia, las teorías clásicas eran ladeadas por el efectismo de edificios que atesoraban una gran complejidad técnica y sin duda marcaban una época en el arte de construir edificios. Eran los años en los que el Guggenheim de Bilbao, inaugurado en 1997 y firmado por Frank Gehry, metamorfoseó con éxito todo el ámbito urbano de la ría de la capital vizcaína. Los mismos en los que Santiago Calatrava, propulsor del mestizaje entre arquitectura e ingeniería, ultimaba su Ciudad de las Artes y las Ciencias de Valencia.

En ese contexto, casi cualquier ciudad que pudiera pagarlo perseguía erigir un edificio de impacto formal para convertirlo en un sello de modernidad y reclamo turístico, así sirviera o no al fin para que fue creado, así fuera sostenible o no. Era, en definitiva, un contexto difícil para defender la arquitectura de fundamentos. Conceptos como el funcionalismo, la luz, el espacio o el horizonte se quedaban en las aulas de las escuelas de todo el mundo, latentes, esperando... Uno de los profesores que los defendía era Juan Navarro Baldeweg, titular de la Cátedra de Proyectos de la Escuela de Arquitectura de Madrid y docente invitado en universidades como Princeton, Harvard, Yale o el MIT.

Navarro era una rara avis, uno de esos teóricos que fue todo en la docencia cuando aún no había materializado un solo proyecto propio. En sus propias palabras, «tenía que demostrar» que, además de enseñar a construir edificios, podía construir edificios. Así fue como aceptó construir para su propio hermano ‘La casa de la lluvia’, una segunda residencia ubicada en las inmediaciones de Santander en la que aplicó buena parte de los conceptos investigados en los Estados Unidos. En ella volcó los pilares de lo que sería, a distinta escala, toda su obra.

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