Correr la banda en un campo de tierra

Martín G. Barbadillo
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Frente al relumbrón del Mundial de Qatar, la ciudad conserva todavía unos cuantos campos de tierra discretos, silenciosos o moribundos que recuerdan de dónde viene el fútbol

Correr la banda en un campo de tierra - Foto: Valdivielso

Resulta curioso que, a veces, la ciudad emplee su bien más preciado, el espacio, en que quien lo desee (y se atreva) juegue un partido en una cancha grande, una de verdad. Sin reservar, pagar, ni saltarse ninguna valla, simplemente acercándose con un balón y unos cuantos amigos. Esto es lo que se puede hacer en los campos de fútbol de tierra, el contrapunto conceptual absoluto a los oropeles (o al brillibrilli si lo prefiere) del Mundial de Qatar. Pero hay que ser muy valiente, claro está; esto no es como la hierba artificial.
En la ciudad de Burgos existen todavía unos cuantos de estos huecos enormes. Su tono ocre les hace perfectamente localizables a vista de Google Maps. Se pueden encontrar diseminados por los barrios o en el mismísimo centro, frente a edificios rutilantes o  literalmente donde la ciudad pierde su nombre. Son paisaje urbano, aunque resultan casi invisibles porque han perdido la batalla del tiempo. Esto les convierte en una especie de monumentos a sí mismos, algo parecido a la vieja chimenea de una fábrica que se salvó del derribo de su factoría y ahora es un recuerdo, o un homenaje, al pasado industrial.

(El reportaje completo en la edición impresa de hoy de Diario de Burgos)

 

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