El único artesano de bolo burgalés encuentra sustituto

C.MARTÍNEZ
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Marcos Izquierdo parecía destinado a ser el último fabricante de este juego típico en la provincia, pero su hijo Raúl ha decidido tomar el relevo para mantener viva la tradición

Marcos y Raúl hacen el «traspaso de poderes» de la confección de bolos, aunque ambos seguirán trabajando en el taller por gusto y altruismo. - Foto: Valdivielso

En un modesto garaje de Villayerno Morquillas se encuentra el taller del último artesano de bolo burgalés del mundo. O eso parecía hasta hace un año. Marcos Izquierdo comenzó a tratar la madera siendo un niño, cuando hacía bolas para entretenerse con los amigos en Hurones, su pueblo. Era un juego habitual en toda la provincia: jóvenes y mayores se reunían en las boleras de forma espontánea para echar una partida en los recreos y descansos entre faenas. Sin necesidad de un maestro, aprendió el oficio con observación y las ideas que se le iban ocurriendo. 

Por aquel entonces, eran muchos los que se dedicaban a la fabricación de bolos, sobre todo los carreteros. «Como han desaparecido, alguien tenía que hacerlo». De manera que con veinticinco años Marcos decidió ocupar ese vacío, montar un torno artesanal y lanzarse a la confección. Lo que empezó como un pasatiempo, le enganchó tanto que desde entonces el torno no ha dejado de girar. «Mientras no me estorben los trastos, aquí se quedará todo, esto es un hobby para mí». 

La extinción de los carreteros, como tantas otras profesiones de antaño, no fue un hecho aislado; le seguían el éxodo rural y la emigración de los jóvenes a las ciudades. Los pueblos se iban quedando vacíos y llegó un día en que «ya no había gente para echar la partida, cuando hace treinta años éramos más de cuarenta jugando». Incluso hubo un momento en que parecía que el bolo burgalés iba a quedar relegado al testimonio de los abuelos y las historias del folklore. Habría sido una pérdida, porque este juego que tiene sus raíces en el siglo XIV es considerado una de las modalidades más espectaculares de España, ha sido el entretenimiento de muchas generaciones y forma parte de la identidad cultural burgalesa. 

Sin embargo, Marcos asegura que últimamente la tendencia está revirtiendo gracias al empeño de los aficionados. «Hay pueblos donde se está revitalizando y la gente joven se está iniciando en este deporte». De hecho, anualmente se celebran varios campeonatos, individuales o por parejas, masculinos y femeninos, que van circulando por la provincia. Parece que, igual que le ocurrió a este fabricante bolero, el juego está volviendo a enganchar a personas de todas las edades. 

El tiempo ha ido pasando pero el número de artesanos no aumentaba. Marcos ha seguido haciendo bolos para aquel que lo necesite, siempre de forma altruista. Toda la provincia sabe de él e incluso recibe pedidos de Bilbao, Vitoria o León, aunque especifica que demandan «otros tipos de bolos», por lo que en su improvisada exposición se pueden ver materiales de todos los grosores y tamaños. Tiene claro que para él no es un negocio, sino una forma de pasar el rato y dar rienda suelta a la imaginación. «Se trata de coger un palo de madera, dar vueltas al torno y ver qué sale». El taller está repleto de trofeos, peonzas, cascanueces, tutas y otros tantos objetos de madera que demuestran la fina línea que hay entre el artesano y el artista, y que el truco no es solo la maña adquirida con el tiempo sino  verdadero talento. 

Su hijo Raúl sabe de la importancia de mantener esta tradición. «En cuanto ese torno deje de trabajar, los bolos van a durar cinco temporadas, lo que tarden en gastarse», advierte. Por eso, el año pasado decidió entrar en el gremio y aprender el oficio de su padre, quien aunque va notando el cansancio sigue bajando al taller. Describen su tarea con simplicidad pero hacer bolos es una labor compleja que requiere de tiempo, conocimientos de artesanía y «mucho cariño». 

Sin encina no hay bolo. La encina es el árbol idóneo y el único que se puede utilizar para hacer  el bolo burgalés. «Es por el sonido del material, su dureza y densidad. Es una madera especial por sus vetas», explica Marcos, mientras lo ejemplifica dibujando con una tiza en el tablero de trabajo unas líneas radiales que convergen en el mismo punto, como «los gajos de una naranja». El resto de árboles tienen anillos concéntricos, por lo que se desgastan por capas. Sin embargo, los leños de encina se estropean menos y  de forma uniforme.

Raúl asegura que una de las mayores dificultades de la fabricación es precisamente la obtención de esta materia prima, debido a las restricciones impuestas a la tala de árboles. Cortar encinas para hacer bolos no es legal; solo se pueden adquirir palos de hasta 20 centímetros de diámetro en las suertes de leña del invierno. Es suficiente para tornear el bolo burgalés, pero no para las bolas, que tienen entre 26 y 28 centímetros de grosor. Estas se obtienen de troncos talados en ocasiones permitidas excepcionalmente, como la construcción de caminos, carreteras y fincas privadas. «O se facilita conseguir la madera, o esto se acaba», opina el reciente artesano.

El proceso de elaboración es como la cocina a fuego lento. Una vez se obtienen los suministros de madera que los vecinos de Quintalara, Torrelara o Quintanilla del Agua reservan para la familia Izquierdo, se guardan los leños en un lugar fresco y se dejan secar. Si se destinan a la fabricación de bolos deben reposar durante un año, y dos en el caso de las bolas. Solo entonces se puede colocar la encina en el torno y obtener un bolo en media hora. Al acabar de moldearlo, se cuida entre montañas de serrín y plástico hasta que llega a las boleras de la provincia para el disfrute de todos los aficionados. Estos pueden estar tranquilos: mientras siga habiendo un artesano que lo fabrique, el bolo burgalés formará parte de nuestro ocio como una tradición viva.