Tengo una amiga artista súper responsable y ordenada, por empezar derribando mitos. El otro día ordenó un cajón de la cocina -a saber quién habría desordenado aquello- y declaró sentir paz. Así que no me he atrevido a decirle que tenía una cuenta de correo con 30.000 mensajes no leídos.

Los nacidos a partir del 2000 igual no se lo creen, pero hubo un tiempo en que nos mandábamos las tontadas a través del correo electrónico. Lo mismo te enviaban fotos que PowerPoints, o audios interminables de bromas radiofónicas, y hasta nos dábamos recados. Que había quien incluso usaba el hotmail para saludar por las mañanas, y ahora lo primero que hace al entrar a su cuenta es borrar los correos de ofertas y mirar el spam por si se ha colado ahí algo importante, como cuando separábamos las cartas y la propaganda que nos habían echado en el buzón. Echar un vistazo a los correos antiguos es un auténtico viaje al pasado cercano, en el que tu madre no sabía lo que era Facebook. Y ahora no solo lo tiene, sino que es la única que lo usa. Y da los buenos días y las buenas noches en el grupo de Whatsapp en el que tiene a hijos, nietos y sobrinos. 

Y claro, menudo problema. Porque nos pasamos la vida marcando límites: en los 70 fue el cable extensible el que salvó vidas y privacidades. En los 90, el teléfono inalámbrico. Y llega el móvil y enseguida, de poder llamar desde cualquier lado, pasas a dejar en leído un mensaje y liarla porque no contestas. Una, que había acostumbrado a los allegados a que tiene derecho a no estar todo el rato conectada. Algo que parece haber entendido el sr. Zuckerberg, que va a dejar que no demos pistas si dejamos un grupo o que escojamos quién sabe cuándo nos conectamos a su aplicación de mensajería. Mi móvil sabe dónde estoy, lo que compro y lo que hablo mientras me tomo un vino con mis amigos. Pero no sé si los dueños de Google, Facebook, Twitter y Amazon han pensado en las consecuencias de que las madres no sepan si estamos en línea.