Editorial

Aprender de la historia

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El 24 de enero de 1977 se produjo en Madrid ‘la matanza de Atocha’. El asesinato de cinco abogados laboristas por parte de un comando ultraderechista podría haber hecho saltar por los aires el proceso de transición hacia la democracia, tras 40 años de dictadura. Sin embargo, la sociedad civil y los políticos de aquellos días entendieron que la coyuntura en la que se encontraban era la de avanzar hacia un cambio de modelo de Estado. La gran mayoría de los ciudadanos demostraron saber lo que se jugaban y, con criterio, moderación y una madurez política insospechada, propiciaron que sólo seis meses después se votara en elecciones libres. Y hasta hoy.

Algo parecido estaba ocurriendo en Portugal. El 25 de abril de 1974, en la conocida como ‘Revolución de los claveles’, un grupo de militares puso fin al Estado Novo, un régimen autoritario y dictatorial que había durado 48 años. Este golpe restauró la democracia y, aunque los dos años siguientes supusieron una época de gran inestabilidad, los portugueses demostraron saber lo que se jugaban y conocer lo que querían y lo que significaba el momento que estaban viviendo. Por eso, en 1976 se aprobó la nueva constitución que consolidó el Estado de Derecho en este país. Y también hasta hoy.

 Suerte diferente sufrieron las colonias portuguesas de Angola y Mozambique. La revolución precipitó su emancipación y la metrópoli dejó en manos de los movimientos de liberación nacional el gobierno, sin coordinar su salida y sin dejar atrás ninguna estructura sólida para instaurar una democracia. Todo ello derivó en largos años de guerra civil.

Desde que en 1838 Dust Muhammad, emir de Afganistán, renunciase a los territorios en disputa durante generaciones en la India, su emirato se convirtió en un estado tapón entre los intereses coloniales de Gran Bretaña y Rusia durante todo el sigo XX. Y ya el siglo XXI, han sido los Estados Unidos y el mandato de la ONU los que han intentado, con dinero, imponer una democracia liberal en un estado que sigue siendo en buena medida tribal. Ahora, tras 20 años de tutelaje, el Occidente desarrollado abandona a su suerte a un país abocado a un conflicto crónico.

Occidente debe sacar de la historia una lección: la democracia no se impone con las armas, se necesita un proceso de adaptación y educación que, lamentablemente, no se ha sabido llevar cabo en estos 20 años en Afganistán. Y también asumir una responsabilidad ante la crisis de refugiados que apenas acaba de comenzar. Las palabras de nuestros gobernantes deben convertirse en hechos y no dejar atrás a los miles de afganos que, si no se hace nada para impedirlo, caerán víctimas del terror talibán.