El invierno en la España vacía contado por sus protagonistas

H. JIMÉNEZ
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Lejos de la idílica estampa que a veces se ofrece del mundo rural, el día a día es otra cosa muy diferente. Con sus luces y sombras. Con mucho silencio y pocos servicios. En invierno Cueva de Juarros es un ejemplo de ello. Uno de tantos

Prendiendo la gloria con 'energías renovables' de 'kilómetro cero'. - Foto: Alberto Rodrigo

No es el más pequeño de la provincia, ni el más envejecido, ni por supuesto el único que se ha quedado sin servicios. Cueva de Juarros no tiene nada especial y al mismo tiempo lo tiene todo, porque ejemplifica las características de tantísimas localidades de la España Vacía donde ya no existen las formas de vida del pasado y a donde llegan de refilón unos nuevos tiempos mejores para algunos, peores para muchos, y sin duda distintos.

Enclavado en las primeras estribaciones de la Demanda, a 20 kilómetros de Burgos capital, llegó a tener casi 130 habitantes según un censo de 1942 y ahora apenas viven una treintena a diario. Hubo escuelas, el señor cura tenía una casa y el médico pasaba con frecuencia. Ahora solo lo habitan dos niños, la ermita la cuidan las señoras mayores y por el consultorio no ha asomado ni un doctor desde que llegó la pandemia del coronavirus.

Hemos querido conocer cómo se vive y cómo se siente en un pequeño pueblo castellano a lo largo de las cuatro estaciones del año. Esta es la crónica de su invierno:

Este invierno no ha nevado. Cuatro copos que apenas cuajaron a principios de enero y poco más. Se ha hartado a helar, y con ganas, pero la naturaleza ha rehuido pintar el paisaje más típico de esta época del año. Por eso los ríos bajan tristes y los prados no están lo empapados que deberían. Y por eso mismo también los habitantes más veteranos de Cueva de Juarros afirman, sin tener que citar el cambio climático sino simplemente a la evidencia más cercana, que estos inviernos ya no son como los de antes.

Justo tras la oquedad en la roca que le da nombre, esta localidad con medio centenar de habitantes censados está a punto de despedir la estación más fría del año y con ella los meses de oscuridad y quietud. En ese gigantesco reino del silencio que conforman cientos de núcleos repartidos por toda la geografía castellana, la temporada invernal revela una España más vacía que nunca.

Es la que se apaga al caer el sol porque nadie pasea por un pueblo sin tiendas ni hay actividad alguna a la que acudir, salvo ir a la cantina a ver qué se cuentan los demás. La que enciende chimeneas humeantes como prueba de vida. La que se encoge nada más cruzar el umbral de la puerta, al poner el pie en la acera, mientras encoge el cuello, levanta los hombros y se mete las manos en los bolsillos para aguantar la intemperie.

Así es también Cueva. Situada apenas a 20 kilómetros de Burgos capital, su paisaje es completamente distinto al de la llanura fluvial del Arlanzón. Sobre sus tejados se yerguen las estribaciones de la Demanda y el monte abraza el caserío por todos los flancos. Ya no tiene el aspecto de los pueblos dormitorio del alfoz. No hay enjambres de adosados sino las casas de piedra de siempre, salpicadas de cuando en cuando con alguna construcción nueva surgida en los últimos años.

Una localidad que no es la más en nada pero es ejemplo de todo lo que le ocurre al mundo rural: llegó a tener "cuarenta casas abiertas", como relatan los mayores, con sus tres o cuatro habitantes por cada una de ellas. Oficialmente, y según un censo realizado en 1942 (probablemente para organizar las cartillas de racionamiento), entonces eran 128 habitantes. Ahora quedan 55 en el padrón y 36 viviendo a diario. Allí también hubo escuelas, en plural, de niños y niñas, y ahora solo hay dos hermanos en edad escolar. Hubo un señor cura que tenía casa propia. Hubo médico, que antiguamente llegaba en bicicleta desde Ibeas y después lo hacía en coche desde Burgos, y ahora llevan sin ver al doctor desde el 14 de marzo de 2020, el día que todo el país se cerró por la pandemia. Hubo tantas cosas y ahora quedan tan pocas...

Seve y Mili, memoria viviente

La memoria del pueblo la guardan sus dos habitantes con más años: Severino Alegre y Emiliana López. Seve y Mili. 88 y 85. Marido y mujer que tuvieron tres hijos cuevachos (así es el gentilicio oficioso), ninguno de los cuales vive de forma permanente en el pueblo. Tampoco sus nietos y mucho menos su bisnieta, que está en la República Checa con su padre ingeniero emigrado y su madre natural de Bohemia. Cosas de la globalización.

Esta tarde de invierno, como todas las demás, la pareja se refugia en casa al calor de los concursos de la tele y de la calefacción. "¡Cierra, que se escapa el gato!", espetan al visitante que accede a un salón donde se está en la gloria. La casa es la misma en la que llevan décadas desde que la compraron siendo un pajar, aunque ahora tienen radiadores y chimenea. Frío no pasan, que ya sufrieron bastante en su infancia y en su juventud. Mili, menuda y notablemente más ágil, prende la lumbre con destreza admirable y Seve, que acaba de superar "un sustillo de salud", le da a los pedales de la bici estática que le compraron sus hijos para que dejara de jugarse el pellejo yendo por mitad de la carretera.

Tienen de fondo Pasapalabra, "el rosco" para los amigos. Por la mañana habrán escuchado misa en Radio María y por la noche seguirán con la sesión televisiva encadenando "lo de los novios" (First dates), programas taurinos, películas de Paco Martínez Soria, del oeste y, por descontado, los lunes no faltarán a la cita con 'Me vuelvo al pueblo'. Cuando empieza el archiconocido programa de Televisión Castilla y León no hay quien les dispute el mando a distancia.

Las vidas de los dos más ancianos de la localidad tuvieron comienzos difíciles, como tantas otras de la España rural a mediados del siglo XX. La madre de Mili murió en el parto y se crió en Quintanalara con una señora a la que todavía considera de su familia. Seve apenas aprendió a leer y a escribir, sus padres tenían "cuatro ovejas y unas tierras", toda la vida ha trabajado con el ganado y tuvo un par de sustos con un novillo y una cochina que tiene grabados a fuego. No han viajado, conocieron el mar ya de adultos y ahora tienen los achaques propios de su edad, pero tras muchos años de sacrificios se muestran felices con su legado, el de toda una generación que pasó de una posguerra sin luz ni agua corriente a enseñar orgullosos en el móvil las fotos de los nietos.

Si la pareja es la memoria, Arancha e Ignacio son el futuro. Ellos son los dos únicos niños en edad escolar de Cueva de Juarros y también se cuentan, aunque ellos preferirían no ostentar semejante mérito, entre los más madrugadores de la localidad. Cada mañana, a eso de las 8,30, salen de casa para llegar a tiempo al colegio de Burgos. Y a esas horas ya los escucha, los ve y los siente su vecino de al lado: Bernardo Cubillo, al que todo el pueblo apoda 'El Guarda', es todo un personaje en Cueva de Juarros. Nacido en el pueblo y criado toda la vida en él, recuerda perfectamente los tiempos en los que el Ayuntamiento era propio (ahora pertenece a Ibeas de Juarros) y de él dependían Cuzcurrita, Espinosa de Juarros y Modúbar de San Cibrián.

El Guarda es cazador, entre otras muchas cosas, y presume de una generosa singularidad que distingue al colectivo cinegético cuevacho: se reparten las piezas cobradas. No importa si uno ha matado 20 y otro no ha dado un tiro, pues al final de la jornada acaba todo distribuido entre los participantes. La mala fama de los cazadores, a los que las malas lenguas describen a menudo rodeados de una rivalidad exacerbada, queda en este caso absolutamente desmentida.

La gran apuesta de Richi

Quien no tiene competencia alguna es Richi. A sus 27 años lleva cuatro como ganadero, el único del pueblo con una explotación permanente. Ricardo Arribas, como en realidad se llama aunque todo el mundo le conoce por el diminutivo, es uno de los poquísimos jóvenes que ha querido quedarse a vivir en los pueblos más pequeños y lo ha apostado todo a sus 60 vacas. Este invierno ha tenido suerte gozando de un montón de días consecutivos de sol, "pero aquí hay que subir todos los días", recuerda.

Haga viento, llueva, nieve o cante la chicharra, tiene que cuidar de sus animales en una tarea cuyo calendario no contempla vacaciones ni festivos. "Esto no es para cualquiera, te tiene que gustar, siempre hay tareas que hacer. Lo bueno es que un día es una cosa y otro otra, cuando no preparas el tractor hay que atender los partos de las chotas que se juntan entre febrero y marzo", explica dejando entrever su timidez con los humanos y una entrañable naturalidad con la que trata a los animales.

Richi nos enseña orgulloso Mataisa, un paraje de terreno público situado por encima de Cueva que él arrienda. Ahora contemplamos un paisaje bucólico, una puesta de sol que podría ser primaveral por la temperatura y la calma, pero allí han sufrido muchas generaciones que tenían que subir a dar de comer a las ovejas o a sacar las que estaban enfermas o se ponían de parto, con la nieve por las rodillas, sin más vehículo de locomoción o tracción que una burra o una mula.

Testigo de los padecimientos de los pastores de antaño queda una tenada reconvertida a lugar de recreo de los cazadores. Nos la abre Javier Curiel, trabajador de Bridgestone e hijo de Cueva por parte de su mujer, que con los años ha aprendido a querer a este pueblo como si fuera el suyo propio y del que se conoce bien los montes a base de patearlos.

Su hija Sandra es nieta de Seve y Mili. "Ingeniera", aclaran los abuelos para que a nadie se le pase un detalle fundamental de lo que para ellos supone un marchamo de indudable progreso.

Especialista en temas agroalimentarios y del medio ambiente, se está doctorando en edafología (la ciencia que estudia los suelos) en la Universidad de Burgos y se marcha a finales de este mes a Eslovenia a completar su formación internacional. También es la presidenta de la Asociación Sociocultural Virgen del Cerro y de Burgos Pide Paso, una amalgama de colectivos en defensa del mundo rural. Ojo no la confundamos con Vía Burgalesa ni con otras marcas de la España Vaciada. No han querido meterse en política y así se mantendrán por el momento.

Sandra encarna buena parte del nuevo espíritu del mundo rural. Es mujer, es joven, tiene mundo y quiere a su pueblo con locura: "Cueva es familia, supongo que es un sentimiento que sucede en muchos pueblos pequeñitos pero para mí es especial. Puedes ir a cualquier casa, hablar con cualquier vecino y sentir que si algo te pasa, que si algo te falta, todos van a ayudarte. A mis amigos de Burgos les hace muchísima gracia que de pequeña, a la hora de comer, preguntaba a mis amigos qué tenían en sus casas cuando no me gustaba algo de la mía, y me iba a la del que más me gustara". Sobre todo ello reflexiona mientras cae la tarde en Mataisa y la noche obliga a bajar de nuevo al llano.

A refugio en la taberna

Cuando la temperatura se desploma solo quedan dos opciones. O se mete uno en casa a ver la tele (siempre que el repetidor no falle, pues a veces se van algunos canales) o se acerca a la taberna. Tras la barra atiende Sergio, que ha vuelto a la hostelería después de muchos años tras ganar la concesión municipal que incluye el bar y la vivienda situada en la planta superior, recién reformadas. El bar, que en su día llegó a funcionar como pequeño supermercado para las viandas más necesarias del día a día, ya no ofrece alimentos pero de martes a domingo atiende a ciclistas en ruta, cazadores destemplados, vecinos con ganas de charla o visitantes de fin de semana. Y sobre todo a los parroquianos que cada día, religiosamente, en un ritual imperdonable salvo cuando se lo prohibió pandemia, se juntan a echar la partida.

Áureo, José Antonio, Laurentino y Jesús son cuatro de los fijos que se pasan las horas jugando al mus o al 'subastao'. Los sonidos propios de una partida ambientan el local al que se acerca también el 'tío Rodri', como conocen todos a un joven que trabaja en el mantenimiento de la A-1, y a otros habituales de la barra. "Este es un pueblo de gente maja", afirma sin quitar el ojo a los naipes la cuadrilla formada por jubilados, o casi, con regular salud pero un excelente humor.

Más todavía presume el alcalde desde hace dos legislaturas, Jesús Pascual, quien recuerda que hace un par de años lograron el "premio de embellecimiento", oficialmente denominado Concurso Provincial de Patrimonio Urbano Rural. Fue en la categoría destinada a poblaciones de entre 50 y 199 habitantes y conllevaba un montante de 9.000 euros. El dinero ya está en las arcas locales aunque el regidor lamenta que el galardón esté todavía sin entregar a cuenta de la maldita pandemia. "Es un pueblo en el que se han hecho muchísimas cosas para ser tan pequeño", recuerda Pascual. Entre otras llevan 15 años organizando una carrera solidaria, antaño se hacían acampadas infantiles y mantienen la preciosa tradición ancestral, que no han interrumpido ni siquiera estos dos últimos eneros, de encender una hoguera en lo alto del monte en la noche de Reyes para que Sus Majestades los magos no se pierdan entre las cárcavas durante su largo viaje para entregar regalos a los más pequeños de todo el mundo.

Cueva de Juarros es también el pueblo de España con menor número de habitantes en el que se organizan donaciones de sangre, aprovechando la población flotante de agosto. El consiguiente efecto estadístico le convierte también en la localidad más generosa del país en litros donados por cada millar de habitantes.

La roca inmutable

"Al norte del lugar brota por la grieta de un enorme peñasco una fuente caudalosísima, la cual va a engrosar con sus aguas las del río Arlanzón, con el que se incorpora a distancia de tres cuartos de legua, siendo de advertir que dicha fuente no fluye siempre con igual caudal, pues unas veces se disminuye y esto sucede cuando los ríos menguan, y otras se aumenta y enturbia aunque no llueva en el radio de ocho leguas". Así describía Cueva de Juarros el Diccionario geográfico-estadístico-histórico de España y sus posesiones de Ultramar, obra de Pascual Madoz y editado a mediados del siglo XIX. Eso, la gran peña que preside la entrada del entramado urbano, donde se tiene registro de asentamientos desde época prehistórica, es lo único que no cambia con el paso del tiempo en esta localidad.

Lo demás ha ido evolucionando con los siglos y lo hará también durante este próximo año, que seguiremos de cerca desde estas páginas. Vendrá la esperada primavera, llegará el bullicioso verano y nos alcanzará el colorido otoño viendo cómo cambian sus paisajes y sus gentes en el ciclo sin fin que gira irrefrenable en cada uno de los pequeños pueblos de Castilla.