El jardín junto a San Lorenzo se llamará Ignacio del Río

R. PÉREZ BARREDO
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El Ayuntamiento de Burgos ha escogido este recoleto y céntrico rincón de la ciudad para honrar la memoria del genial pintor, 'enfant terrible' de la cultura burgalesa, su último bohemio, y saldar así una deuda que tenía pendiente desde 2015

El jardín se recuperó hace unos años para el ciudadano. - Foto: Alberto Rodrigo

No es un lugar por el que se hubiera dejado caer con frecuencia -sus dominios estaban entre el Espolón y la plaza Mayor, y en los bares reinaba como un sumo sacerdote-, pero es un espacio hermoso el elegido para que su nombre quede eternizado en el corazón de la ciudad en la que nació, murió y tanto amó. Ignacio del Río se llamará el recoleto jardín que se ubica entre las calles San Lorenzo y Almirante Bonifaz. Así lo han elegido los próceres y en él -esa es, al menos, la intención- se instalará en un futuro un busto del genial artista, el último bohemio, enfant terrible de la pintura burgalesa; uno que tenga sombrero de ala ancha y dé la impresión de que en cualquier momento vaya a ponerse a filosofar o a requebrar con una picardía a alguna moza a la salida de la misa de doce o a la hora del vermú, una de sus favoritas. Es un buen sitio, han señalado sus íntimos y familiares, que han sido consultados al respecto. El expediente administrativo ya está en marcha.

En cierta ocasión, preguntado por la posteridad, Ignacio guardó uno de aquellos silencios suyos en los que se reconcentraba mientras el humo del cigarro le velaba el rostro. Seguramente, en esos segundos, por su cabeza pasó como en una película su intensa biografía, las mujeres y los hijos, los vinos y las noches, los sueños de París, la luz del Caribe, las velas de los barcos del Mediterráneo y siempre, siempre, su Castilla madre y madrastra, islote postrero del náufrago. "Nunca pienso en morirme. No pretendo morirme. Pero si algún día me pasa, me gustaría que me recordaran. Que recuerden que viví. Me jodería que me olvidaran; creo que no merezco que me olviden". Aunque nadie lo ha hecho, la ciudad tenía esta deuda pendiente desde que el artista hiciera mutis en el año 2015.

La naturaleza en apariencia hostil, pero acogedora al cabo, de su Castilla del alma, le inspiró en muchos cuadros: para la eternidad los óleos de flores, sus impresionantes paisajes de otoño, de invierno, los árboles desnudos, la nieve, la hojarasca. En el jardín que llevará su nombre hay también árboles (aunque no sean tan exuberantes como los flamboyanes caribeños que pintaba como incendios desaforados) y flores. No está mal, pues, la elección. Entre otras cosas, también, por tratarse de un espacio céntrico, por ubicarse en el barrio por el que se movió siempre Ignacio con su gabán y su sombrero a lo Bogart, con su cigarrro y su mirada aguileña escrutándolo todo.

Paisaje burgalés. Ignacio, conviene recordar, formaba parte del paisaje de Burgos. Era Burgos: el Burgos visible e invisible, el de los palacios y el de los tugurios, el burgués y el mundano, porque el artista frecuentó con idéntica pasión tanto los salones dorados como el lumpen más canalla. Hombre fieramente humano, con la desaparición de Ignacio del Río se cerró uno de los capítulos más brillantes de la historia de la pintura burgalesa. Fue el último de una estirpe irrepetible, a la que pertenecen nombres como Modesto Ciruelos, Luis Sáez o José Vela Zanetti. Ignacio del Río era un pintor talentoso, superdotado, intuitivo, proteico, con un don para el color y la luz. Y una destreza infinita para el retrato. Sus cuadros se expusieron en los cinco continentes.

Y todo un personaje. Eso fue Ignacio, además de un pintor único, genial. Ángel terrible, prodigio de luz, estantigua en la noche, narciso sin espejo, trapecista sin red, bohemio irredento, histrión tonante, provocador deslenguado, orgulloso vástago de la soledad y de la lluvia. Todavía es hoy el día en el que muchos burgaleses creen ver su inconfundible silueta de clochard vagabundear por el Espolón, tomar un vino en el Puerta Real o el Acuario, en compañía del Marlen, o de Cristino o de una multitud; acaso solo, acariciando el ala de su sombrero, ajustándose el pañuelo. Vagando sin rumbo. Por la eternidad.