El sueño del loco cumple 30 años

R. PÉREZ BARREDO
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En la Cabañuela, una finca de 600 hectáreas en el páramo de Masa, a una altitud inédita, 'nació' en 1993 la primera ganadería de bravo de la provincia de la mano de Antonio Bañuelos

El ganadero burgalés, Antonio Bañuelos, con sus toros al fondo. - Foto: Patricia González

Le llamaron loco. «Se llegó a publicar hasta en titulares de prensa», dice sonriendo Antonio Bañuelos mientras se apoya en el solitario roble que corona un alcor desde el que se otean sus dominios, la dehesa de sus sueños -que con nieve parece la tundra siberiana- salpicada por manchas negras y marrones: los toros del frío. Sus toros. Su hierro. Su ganadería de bravo, que cumple ahora treinta años. Su vida. «Siento vértigo al echar la vista atrás», confiesa el ganadero burgalés, a quien la inclemente cellisca que azota el páramo de Masa no le impide contemplar con orgullo el espectáculo del trapío de los animales sobre el manto blanco, que se extiende hasta el horizonte como una gran sábana blanca, difuminados sus contornos por la neblina de la mañana.

Fue, reconoce, una apuesta vital. A todo o nada. Su afición, la pasión de aquel niño que acribillaba a preguntas de toda índole a los ganaderos salmantinos, el hipnotismo telúrico del campo, la bravura, la belleza de ese animal totémico... Tardó años en dar forma a su ambición, porque no resultó sencillo encontrar un lugar idóneo cerca de casa, ya que ese siempre fue su propósito. Se trató de un proyecto meditado, medido, sopesado. Audaz en cualquier caso. Pionero en estos lares. Cuenta como anécdota que el día que visitó por primera vez la finca sucedió uno de esos afortunados guiños con los que a menudo se exhibe el azar: del ajado cartel donde debía leerse el nombre de los terrenos se habían desprendido o borrado algunas letras; las que permanecían visibles coincidían casi con su apellido. Así que Bañuelos adquirió La Cabañuela.

Y ahí empezó la aventura, con 600 hectáreas por delante y la ilusión por montera. Y olé. «Este proyecto que se hizo realidad hace treinta años empezó mucho antes. Siempre, desde pequeño, me interesó la cría del toro de lidia, la selección del ganado bravo, la mirada del toro, su alimentación. Recuerdo ir de excursión a las fincas salmantinas con colectivos taurinos y pedirle al vaquero que me dejara acompañarle cuando iba a dar de comer a los toros.Le hacía cientos de preguntas. Todo lo demás me era ajeno. Con el tiempo empecé a pensar en tener algo pequeño para matar el gusanillo, para hacer unas novilladas por los pueblos. Nada más. Me costó muchos años encontrar una localización donde hacer la ganadería. Y yo necesitaba realizar el proyecto completo: aclimatar el toro de lidia a una nueva altitud, a una orografía quebrada que obligara a la musculación continua desde el inicio; una zona de dehesa que, al mismo tiempo, le diera al toro una forma de vida más silvestre, porque en una dehesa típica la vida es cómoda, el toro es un animal muy vago, hay que obligarle a moverse».

Cuando apareció La Cabañuela como una premonición, no lo dudó. Ahí tenía que ser. Ese sería su lugar en el mundo, el terreno en el que dar rienda suelta a ese sueño, a esa ambición. «Tenía unas condiciones perfectas: un altitud de 1.000 metros, zonas de abrigo para diseñar cercados con zonas paralelas de pradera, con charcas que recogían agua de los manantiales y de las nevadas. Y empezamos a hacer camino al andar». Estas tres décadas han pasado volando, admite Bañuelos. Hace memoria y se estremece al recordar el lleno hasta la bandera en la plaza de Arlés, en ese coso romano impresionante, con las principales figuras del toreo lidiando a sus animales. «Siento vértigo al recordarlo, como haber lidiado en Las Ventas, en todas las plazas de primera. También de cuando las cosas han salido mal y entrar aquí, en La Cabañuela, y sentir una tremenda soledad en mitad de este páramo. Y dudar».

Pero aunque ha habido momentos de duda, de incertidumbre, siempre se impuso la afición, la pasión, el arrebatamiento «y la profesionalidad de las gentes que trabajan en el campo y que son básicas, fundamentales, para la vida de una ganadería y para hacer historia en una ganadería». Treinta años no son nada en una ganadería de bravo, reconoce Bañuelos. «En treinta años no se crea un tipo de toro diferente, ni un encaste propio, pero sí hemos cuidado, desde el principio, las hechuras del toro que queríamos que llegara. Año tras año tenemos todas las camadas muy bien tipadas, con un tipo de toro en el que nos embiste un porcentaje muy alto. Son toros bajos de manos, no muy pesadores, con mucho cuello, con la cornamenta seleccionada para que sea acodada, para que quepa en la muleta bien y le permita al torero fijar las zapatillas en el suelo y torear como se torea mejor que nunca: arrastrando la muleta, tirando del toro hacia adelante, llevándole lejos. Treinta años no es nada, pero sí que se evoluciona en ciertos aspectos externos del toro. Todos los animales silvestres que son de frío, que son de montaña, son más finos de cabo, menos pesados, menos bastos que los que están en la serranías del sur, por ejemplo. En el caso de toro de lidia cambia mucho. Aquí la paridera comienza en el mes de marzo y se prolonga hasta junio, con lo cual nos obliga a lidiar con cuatro años cumplidos a partir de marzo o abril. Hay plazas de principio de temporada (Valencia, Sevilla en la Feria de Abril) en las que tenemos complicado lidiar salvo con quinqueños». Hubo, claro, incertidumbre en aquel ya lejano 1993. También convencimiento.

Antonio Bañuelos se reconoce emprendedor. «Lo he sido siempre. Y he tenido siempre claro que se equivoca el que no lo intenta. Nunca tuve dudas antes de empezar. Me volqué para que todo saliera bien. Puse los mejores medios, me rodeé de los mejores, de los más brillantes y eficaces. El tiempo fue marcando lo demás: nos fuimos adaptando a las circunstancias y a la evolución». Transformó una finca agrícola en una ganadera. Y de bravo. «En una zona totalmente atípica. Yo pretendía que tuviera un sentido comercial al estar cerca de más de veinte plazas de segunda más todo el sur de Francia y las plazas de primera del norte de España. Y hemos lidiado en todas, aunque nunca fue la idea de inicio. No queríamos ir más allá de una punta de vacas y lidiar en plazas portátiles o de pueblos. Pero, al final, salía todo bien en los tentaderos; íbamos dejando vacas. Seleccionamos bien. Tuvimos mucho repercusión por la adaptación a la climatología. Hubo mucho interés por la ganadería. Empezamos a dejar toros para cuatreños y tuvimos la suerte de empezar por donde otras ganaderías tardan muchos años o no llegan nunca, que es indultando dos toros en muy poco tiempo [uno de ellos fue el inolvidable Gamarro, con el que Enrique Ponce cuajó en la plaza de Burgos una faena de campanillas, sublime, en 1999]».

(Reportaje completo, en la edición impresa de hoy de Diario de Burgos)