Una generación hecha de otra fibra

RAÚL CANALES
-

Extrabajadores de Montefibre recuerdan la época en la que la planta mirandesa, ahora al borde de la quiebra, fue un referente mundial del sector textil. Su historia es la del despegue industrial y el movimiento obrero de la ciudad

Merino, López Simón y Ponce, caminan por el largo pasillo que conduce desde la carretera Logroño hasta la planta. - Foto: R.C.G.

La animada charla que mantenían en el coche se frena de golpe al llegar a la puerta de la fábrica. El silencio dura solo unos segundos, tiempo suficiente para que los tres claven su mirada en el largo camino que conduce desde la garita de seguridad hasta la planta. A través de la reja de la que ahora cuelga una pancarta que pide una solución para la plantilla, observan esos cien metros que recorrieron tantas mañanas, los mismos por los que salieron escoltados por los grises hace casi medio siglo en un país en el que todavía estaban prohibidas las huelgas.  

Los ojos de José Luis Merino, Jesús Ponce y Javier López Simón denotan una mezcla de nostalgia y tristeza. Montefibre para ellos es algo más que el trabajo con en el que se ganaron la vida; fue su vida. En esas instalaciones pasaron sus mejores años, forjaron amistades que aún perduran y sobre todo, proyectaron su sueños tanto personales como colectivos. 

Llegaron cuando en el cartel todavía ponía Industrias Químicas Altamira y se fueron dejando una empresa con reconocimiento internacional. En el camino, muchas batallas que permanecen imborrables en su cabeza. «Montefibre la hicimos nosotros, los trabajadores», asegura Ponce con la voz casi entrecortada. Por eso cuando ve la empresa por la que tanto luchó al borde de la quiebra, tiene que hacer un esfuerzo para reprimir las lágrimas. «Siento como si hubiera perdido a un hijo, al que has visto crecer, le has dado todo,... y de pronto desaparece», afirma. 

Aquella huelga de 1973 se saldó con trece despedidos, pero marcó un hito en la historia mirandesa al ser una de las primeras movilizaciones obreras en el ocaso de la dictadura. A partir de ese momento, «fue empezar y ya nunca acabar», recuerda Merino. 

Las condiciones laborales por entonces eran pésimas. Solo había una vieja máquina matahombres y los sueldos eran muy bajos. «Yo venía del montaje y ganaba en una semana lo mismo que en Montefibre en todo el mes», afirma López Simón. El trabajo era tan duro, que mucha gente no aguantaba ni siquiera un día. 

A Merino le tocaba tirar de un carro de 300 kilos a temperaturas muy elevadas. Pero el esfuerzo físico era un mal menor en una fábrica en la que los trabajadores estaban expuestos permanentemente a disolventes y productos tóxicos

En el laboratorio y la central térmica, sectores en los que se desempeñaban Ponce y López Simón, la situación era más llevadera, aunque se trabajaba bajo mucha presión y era necesaria una especialización. «Cualquier empleado de Montefibre podía trabajar casi en la empresa que quisiera de la ciudad, pero no cualquiera podía trabajar en Montefibre. Necesitabas al menos medio año para adaptarte al puesto», señalan. 

Referente social. Las reivindicaciones poco a poco dieron sus frutos. La compañía textil pasó de ser una de las más precarias de la ciudad a convertirse en vanguardia de las conquistas laborales. Fue pionera en la reducción de jornada, en equiparar condiciones entre hombres y mujeres, en reducir la brecha salarial entre los altos cargos y los operarios, o en implementar medidas sociales como prestamos de vivienda, economato o acuerdos con supermercados. «Nadie nos regaló nada, lo conseguimos a base de luchar, y a veces pagamos un precio muy alto», remarca Ponce. 

Cada negociación de convenio, era sinónimo de huelga. «Una vez la empresa nos dijo que si alcanzábamos un tope de producción construía una pista de tenis. Llegamos y cumplió su palabra. La gente iba en sus días de fiesta a jugar o se montaban partidos en el campo de fútbol que también teníamos», rememora López Simón. 

Eran los años dorados, en los que se superaba el medio millar de empleados en las seis líneas de producción. La calidad de la fibra acrílica de la planta de Miranda colocó a Montefibre en la cima mundial y su producto era codiciado en los mercados de medio mundo. 

Pero a finales de los 90 empezó  el declive. La crisis del grupo italiano que gestionaba la planta le obligó a deshacerse de la joya de la corona, como se conocía a las instalaciones de la carretera Logroño. Empezaron a sucederse siglas, el cambio de manos de un inversor a otro, las reducciones de plantilla, la descapitalización progresiva para desviar fondos a la matriz,.... «En nuestras épocas los trabajadores sentíamos la empresa como propia, y aunque peleábamos por lo nuestro, también lo dábamos todo para que la compañía fuese bien. A pesar de las diferencias con la dirección, tenemos que reconocer que, por entonces, los jefes si hacía falta iban a la Antártida a buscar polímero o firmar contratos. Esa identificación y ese compromiso se fue perdiendo poco a poco», recuerdan los tres extrabajadores. 

Los nuevos gerentes vieron la planta como un negocio, no como su proyecto vital. La rentabilidad empezó a decaer y llegaron los números rojos. Cuando la vieja guardia se jubiló, el cierre ya se veía venir, aunque nadie quería asumirlo. 

Montefibre es uno de los símbolos del desarrollo industrial mirandés, una de esas empresas que parece que siempre van a estar. Pero una mañana de abril de 2013, cesó su actividad. 

La aparición del grupo Praedium hizo recobrar la ilusión, pero solo fue un espejismo. La reapertura duró apenas unos meses y desde entonces se han ido sucediendo expedientes temporales de empleo y promesas incumplidas por parte de Alfonso Cirera. «Creo que vino con la idea de invertir lo mínimo y llevarse lo máximo posible», asegura Merino respecto al actual propietario. 

Ante la pésima situación económica actual, Montefibre acaba de anunciar un despido colectivo como última tabla de salvación. Su futuro depende de que aparezca un nuevo socio que aporte 25 millones. Aunque les gustaría creer que las máquinas en las que se dejaron la piel alguna vez volverán a funcionar, «es casi imposible porque el principal activo era el factor humano y además el mercado ha cambiado. Montefibre tenía mucho futuro, pero la ha dejado morir», afirman los tres extrabajadores mientras enfilan otra vez el camino al coche. 

Antes de subirse, no pueden evitar echar nuevamente la vista atrás. Otra vez, igual que cuando llegamos a la fábrica, reina el silencio durante unos segundos. «Quizá algo de culpa de todo lo que ha pasado tengamos también nosotros por no haber sabido transmitir a las nuevas generaciones el sentimiento de nuestra época y las ganas de defender la empresa», susurra Ponce. Sus dos compañeros asienten con resignación.