"Cuando hay ilusión y trabajo se pueden cumplir los sueños"

R.P.B.
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No presiden, no representan, no quieren foco... Pero son parte esencial de esta ciudad. La crónica de Burgos se escribe en las vidas de quienes ayudaron a construirla. Adolfo y Manolo Pérez Pascuas son dos de ellos y esta es (parte) de su historia

Adolfo y Manolo Pérez Pascuas, entre sus viñedos. - Foto: Miguel Ángel Valdivielso

* Este artículo se publicó en la edición impresa de Diario de Burgos el 6 de julio de 2020

La carretera serpea entre un paisaje prodigioso, de una belleza casi dolorosa: la armonía de las viñas es una oda a la geometría y un canto a la vida que inunda los ojos y los sentidos. Llegar a la bodega de los Hermanos Pérez Pascuas es como regresar a casa después de mucho tiempo: te espera un abrazo abierto, sincero, cálido y generoso. En la sangre de Manolo y de Adolfo late la herencia de un hombre sabio, a la manera de los filósofos clásicos: un tipo humilde, trabajador, inteligente y apegado a la tierra que supo siempre que ésta daría a sus hijos mucho más de lo que nunca habrían podido imaginar. Contra pronóstico. Contra viento y marea. No podría comprenderse lo que hoy es la Ribera del Duero -y lo que su denominación significa en el mapa mundial del vino- sin la intuición del señor Mauro Pérez, un visionario, un pionero, un hombre que supo inculcar a su prole que no hay nada más importante que las cosas sencillas. Y que el vino es, por encima de muchas cosas, por encima de todas, Cultura. Cultura con mayúsculas.

El sol de julio se enseñorea de las viñas, que se exhiben rabiosamente verdes, exuberantes, reclamando la atención de un cielo que ya hubiese querido pintar el mismísimo Velázquez. Sin embargo, el cuadro del genio sevillano no hubiese salido tan perfecto como el que dibujan para el forastero Manolo y Adolfo: un bodegón de huevos fritos, embutido y vino, el mejor del vino del mundo, con el paisaje antes descrito alimentando la visión del visitante, que se siente como en el paraíso. No se puede poner en solfa una anécdota que, casi convertida en leyenda, se cuenta en voz baja cuando el vino ha calado y se relajan las lenguas: en cierta ocasión, un mandamás de la política patria rindió visita a los hermanos Pérez Pascuas. Fascinando en la contemplación de un paisaje idílico, uno de los bodegueros se inmiscuyó en el solaz del prohombre y le dijo: "¿No cree que la autovía que se quiere construir allá al fondo rompería algo realmente hermoso y especial?" (aludía al proyecto de la autovía del Duero, que en una de sus alternativas contemplaba su paso por las inmediaciones de Pedrosa). Muchos años después, la autovía sigue en construcción. Pero lejos de allí, del jardín de Edén que rodea la bodega de los hermanos Pérez Pascuas.

Evocan Adolfo y Manolo una infancia feliz. "Fue bonita. Recuerdo la escuela llena de niñas y niños. Jugábamos, reñíamos, disfrutábamos. Se organizaban turnos de dos para ir cada mañana a encender la estufa de serrín. ¡Cuando más contento iba era cuando en el turno me tocaba con una chica!", exclama riendo Manolo, que precisa que en aquellos años, finales de los cuarenta y primeros cincuenta, salían dos equipos de fútbol once en el pueblo, algo que hoy es impensable. "Había armonía. Y pasábamos mucho tiempo en la calle. Creo que había una pureza que se ha perdido ahora. Y los chavales de entonces respetábamos a los mayores. Había otros códigos. Recuerdo que en cierta ocasión la maestra, doña Tinina, me castigó sin comer por alguna picia que hice. Yo creí que, al contárselo a mi padre, él montaría en cólera. Pero lo que hizo fue darme dos bofetadas y decirme: ‘Y ahora, a la cama sin cenar’. Entonces había autoridad y respeto", apostilla.

Adolfo coincide en esa felicidad de la infancia, pero también en que, aun siendo niños, ya les inocularon sus padres la importancia del trabajo y del sacrificio, haciéndoles partícipes, a una edad muy temprana, de todo ello. "Había tiempo para todo. Era otra vida. Disfrutábamos de una manera sana y bonita. Pero además de jugar, ya de mocetes, íbamos a la guindalera, a vendimiar... No se me olvida que nos ponían a calentar el agua para lavar las cubas. Cuando íbamos a vendimiar, nos metían en un cesto para que no nos cayéramos del carro. Algunos vendimiaban y otros sacaban cestos. Mi madre nos ponía un rodete en el hombro para que no nos lo desolláramos, con diez o doce años... Es que nosotros hemos asistido a las grandes transformaciones del campo. ¿Cómo le explico yo a un chico que he arado con arado romano? Nosotros hemos pasado de vendimiar de niños en los lagares, donde íbamos a ver si nos untaban el pan con vino; luego las cooperativas; y lo que vino luego: la Denominación de Origen. Ojo: nosotros somos jóvenes, que esto no se ha terminado todavía", subraya Adolfo con un brillo de nostalgia en los ojos.

De mozos, ya se sabe: se trabajaba, pero también se iba a merendar con las chavalas algún conejo o pollo -conseguido de manera subrepticia, mejor no preguntar- y luego se bailaba y uno se arrimaba lo que podía; o más bien lo que le dejaban. El señor Mauro tenía ovejas, pollos, conejos y algunas viñas. "Fue fundador de la cooperativa de Roa en el año 53 y después, en el 58, de la de Pedrosa. Hay que recordar que el mundo de las cooperativas, que parece que ahora se ha olvidado, fue el origen, el germen de la Denominación de Origen, aunque es cierto que hubo que transformar el producto. Las cooperativas eran las que tenían la materia prima; sin ellas, hubiese sido imposible", apunta Manolo, quien también desliza más de una noche de juventud librando con la chavalería una guerra de vino, "a racimazo limpio", no se vaya a creer la gente que esa batalla del vino que se celebra en otra latitud es invento suyo...

Un momento crítico. Llegaron los sesenta. Y con ellos la emigración: a Madrid, a Barcelona, a Bilbao, a Burgos o Aranda, a la Michelin por más señas. Fue un momento crítico. Los hubo que empezaron a arrancar las viñas para sembrar cereal. "Llegó un momento en el que por la uva sacabas 8 pesetas y por la cebada, 23. Entre 1965 y 1975 se arrancaron miles de hectáreas por año en la Ribera del Duero. De más de 23.000 se pasó, en 1980, a 8.000. Ahora, cuarenta años después, estamos otra vez en las 23.000 o 24.000 hectáreas", explica Manolo. "La gente entonces hizo lo que hizo por pura supervivencia. Se puede comprender. Por eso nadie creyó en nosotros cuando creamos la bodega", apunta Adolfo.

La bodega de los hermanos Pérez Pascuas se puso en marcha aquel año de 1980; están en plena celebración de sus primeros 40 años de existencia. Pero entonces, cuando empezaron, nadie daba un duro por ellos. Para comprender su valiente y audaz decisión hay que recurrir a aquel sabio visionario que fue su padre. "El que quiera arrancar mis viñas lo hará por encima de mi cadáver", les dijo don Mauro a sus hijos. Con más argumentos: "El vino es Cultura. Si ahora está mal, no os preocupéis. Volverá. Yo gracias al vino no he tenido que pedirle dinero nunca a nadie. No seáis tontos. Volverá", cuenta Adolfo. Los hijos obedecieron. Ahí había un hombre con autoridad y conocimiento. Y a su lado, un océano de respeto, admiración y cariño. Y le creyeron a pies juntillas. Desde algún viñedo del cielo, estará sonriendo ahora don Mauro viendo cómo el tiempo le dio la razón. Toda la razón.

"Fue arriesgado. Ahora es fácil verlo, pero entonces no", tercia Manolo. "Pero había una base sólida, importante: materia prima de calidad. Aquellas viñas de mi padre eran viejas, buenas. Él creyó, como otros tres o cuatro viticultores de la Ribera, que no podían arrancarse. Que había que apostar por el vino. Nos dijo que no emigráramos. Y acertó". Con aquellos pioneros que pasaron de las cooperativas a la Denominación de Origen no sólo se salvaron sus familias: toda una comarca se benefició del éxito, pueblos y más pueblos; gentes que estaban condenadas a marcharse pudieron quedarse, trabajar, vivir. "Lo que se creó a partir de ello es fabuloso: el enoturismo, por ejemplo, es una de las consecuencias. Nadie se imagina cuánta gente viene por el vino aquí. Hemos creado riqueza, y eso es un orgullo".

En aquellos inicios, que fueron duros, nadie podía siquiera soñar con el potencial que tendría Ribera del Duero. "Pero hoy es uno de las zonas vitivinícolas más admiradas y respetadas de Europa y del mundo. Se está exportando mucho. Y somos uno de los motivos de orgullo de un país. Somos Marca España. El carro está en marcha, pero aún se puede llegar más lejos" afirman los hermanos Pérez Pascuas. "Recuerdo que en el año 85 salió un artículo en el periódico en el que se decía que nuestro vino se pagaba a 10 dólares. Mi padre llevaba el recorte en el bolsillo y lo enseñaba a todo el mundo diciendo: ‘mira mis hijos...’".

El esfuerzo fue grande. Titánico. El riesgo también. Recuerdan los hermanos aquellos créditos leoninos (al 18 por ciento, recuerdan), cuando todo estaba construyéndose... "Corrían más los créditos que el coche". Pero había un motor que se mantenía siempre encendido. Una fuerza invisible pero poderosa que les ayudó a salir adelante y a hacer realidad sus sueños: la ilusión. "Un hombre sin ilusión no es nada. Puedes ser más listo o más tonto, pero si no tienes ilusión no mueves ni una paja. Y con ilusión y trabajo se pueden hacer realidad los sueños", explica Adolfo, que se recuerda personándose con una botella bajo el brazo cuando nadie sabía dónde carajo se ubicaba la Ribera del Duero, que les sonaba a chino mandarín. Hubo mucha gente que echó una mano en el camino. Recuerdan, por ejemplo, a José María Peña, gerente del Polo de Desarrollo antes que alcalde de Burgos. Él fue uno de los que creyó en aquellos hermanos que querían llegar a la luna y acabaron alcanzando el sol. "Seguro que influyó la suerte. Pero lo tuvimos muy claro. Mis padres nos decían que si hacíamos las cosas bien y que si éramos serios, triunfaríamos. Fuimos limpios, serios, trabajadores, honestos, sensatos. Ofrecimos calidad desde el principio. Sin complejos, sin haber estudiado. Estamos cumpliendo los cuarenta años de la bodega. No estamos orgullos por nosotros, que también, sino por la riqueza que se ha creado en la comarca de la Ribera del Duero, que es hoy una de las denominaciones de origen más prestigiadas del continente. Se ha generado riqueza económica pero también cultural, que es muy importante", subraya Manolo. "Esto no va durar otros diez o veinte años: esta es una historia que va a quedar reflejada para la posteridad", intercede Adolfo.

Hay algo de lo que no alardean los hermanos Pérez Pascuas pero que debe quedar aquí anotado: son, en efecto, unos triunfadores; pero no han olvidado su origen humilde, y su manera de estar en el mundo es la de la gente sencilla. Su gente les trata de tú porque ellos siguen tan involucrados como el primer día, y jamás han hecho distinciones ni con empleados ni con nadie. Con todos se sientan a la mesa a almorzar, a charlar, a reír como si mañana no fuera a existir. Por la bodega de los hermanos Pérez Pascuas han pasado, pasan y seguirán pasando algunos de los personajes más famosos e influyentes de este y otros países. Su casa es un lugar de encuentro. Un espacio en el que celebrar la vida y la amistad en torno al inmenso placer de un charla con un vino imbatible. No daremos nombres, pero no hace falta: seguro, lector, que usted se está imaginando a buen número de ellos desde campeones del mundo de fútbol a monarcas; de presidentes del gobierno a embajadores de países eternamente rivales; de estrellas de cine a astros de la canción. Todos son bienvenidos. Y todos llegan a Pérez Pascuas para abundar en la felicidad.

"Hay vida mientras recuerdes el pasado", filosofa Manolo, que nunca pierde de vista todo el camino recorrido. A través de la cristalera se extiende la campiña, ese jardín del Edén que son las viñas perfectamente alineadas sobre esta tierra bendecida por un dios hedonista. "Termina ese vino", dicen para complacer tu paladar y tu alma, dichosos de abrir las puertas y la memoria al visitante. Dijo un sabio que una botella de vino encierra más palabras que una gramática: las que nacen de un Pérez Pascuas o un Viña Pedrosa tienen alas, y la virtud de acariciarte con suavidad hasta colarse en tu corazón. Salud.