Editorial

Los mayores y su legítima lucha por una vida digna y acompañada

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«Hace 60 años España era un país tercermundista». No lo decimos nosotros, lo sostiene Jaime Izquierdo, un burgalés de 73 años que desde este mes es el presidente de la Federación de Jubilados de Castilla y León, una cohorte demográfica que, llevada a los límites de todo el país, incluye a 10 millones de personas, fuerza electoral suficiente para otorgar una mayoría absoluta. Pero la Federación no está para hacer política, principio que respeta Izquierdo. Está para hacer más feliz la vida a las personas mayores, para combatir la soledad no deseada, para denunciar la gerontofobia de una sociedad volcada en modelos éticos de dudoso calado que encuentran nutriente en colectores como el de las redes sociales.

España es hoy un país muy diferente. Una de las 20 mayores economías del mundo, un lugar donde la esperanza de vida es de las más altas y que atesora una inmensa riqueza cultural y patrimonial. Tiene, claro, sus aristas, y frente a lo inevitable hay dos formas de actuar: pulirlas o afilarlas. A fe que en los últimos años parece existir una pertinaz obstinación en complicar la vida a los mayores. Las administraciones, inmersas en una hipertrofia que requiere ingentes cantidades de dinero para su funcionamiento orgánico, no alcanzan a prestar los servicios que tienen atribuidos por competencias con parámetros de excelencia. Y eso se detecta incluso en Castilla y León, que tiene una notable red de servicios sociales pero se enfrenta a las dificultades de su propio tamaño. Con todo, virar siempre la crítica hacia lo público es un ejercicio de populismo que, como tal, constituye una injusticia. 

La iniciativa pública tiene sentido en un sistema compensado con el impulso privado. Se ha visto de forma clamorosa recientemente: gracias a la existencia de centros públicos y privados se ha podido dar salida a toda la demanda de matriculación de niños de dos a tres años con cargo a la Junta de Castilla y León. Nuestros jubilados se han sentido menospreciados por sistemas como el bancario, que limita las horas de atención al público y, en su imparable deriva hacia la concentración de recursos humanos y optimización de costes -acaso un proceso inevitable para garantizar su supervivencia y competitividad, algo crucial, como quedó patente en 2008 y los años siguientes- se ha entregado a la tecnología como canal de comunicación con sus clientes, lo que inevitablemente abre una brecha que deja en la orilla oscura a millones de personas. Por supuesto que hay políticas e iniciativas concretas que pueden mejorar la situación, pero la primera receta es la empatizar con personas que lo dieron todo por su familia y su país y ahora se sienten abandonadas, y eso es imperdonable.