Casi nadie al aparato

ROBERTO PERAL
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«Joaquín Vidal hizo de la crónica taurina una espléndida expresión literaria, plena de sabiduría, gracia por arrobas y una insobornable independencia»

Un subalterno, en uno de los burladeros de la vieja plaza de toros de Burgos en junio de 2012. - Foto: Valdivielso

No todo en este valle de lágrimas va a consistir en doblar la bisagra y hacer genuflexiones al jefe todo el santo día, que de tales servidumbres ya vamos bien servidos el resto del año, así que conviene ir preparándose para celebrar a partir del viernes las fiestas de Burgos, que este año, después de la larga privación impuesta por el coronavirus, se anuncian con su de todo: un pregón bien futbolero, los fuegos artificiales de toda la vida, verbenas nocturnas para los más bailones, cositas para los niños, las tan traídas y llevadas barracas, Robe Iniesta y Tom Jones y, por supuesto, la feria taurina, en la que harán el paseíllo matadores de relumbrón. 

Al hilo de las inminentes corridas de toros, y también porque se cumplen ahora veinte años de su fallecimiento, quiere uno acercar hoy a estos párrafos a uno de los mejores escritores de periódicos que ha conocido, el gran renovador de un género, la crónica taurina, que supo convertir en espléndida expresión literaria, plena de sabiduría, gracia por arrobas y una insobornable independencia de juicio, todo ello vertido en un castellano deslumbrante. 

Joaquín Vidal ejerció su magisterio en el diario El País desde su fundación en 1976 hasta el año mismo de su muerte, en 2002. Antes había practicado la crónica taurina en la recordada revista La Codorniz, en una sección cuyo encabezamiento ya brinda una muestra elocuente del intransferible sentido del humor de su autor: «Las vacas enviudan a las cinco».

De Vidal, algunas de cuyas mejores piezas fueron reunidas en un volumen por la editorial Aguilar en 2002, siempre se afirma que, caso inédito en el periodismo taurino, consiguió que su artículo fuese leído a diario por un sinfín de ciudadanos poco o nada interesados por el mundillo de los toros, tales eran la elegancia de su ironía, su ingenio para combinar tradición y modernidad, su prodigioso dominio del idioma. Pero de esa capacidad suya de activar el interés de los legos no ha de inferirse, ni mucho menos, que sus crónicas resultasen superficiales o faltas de rigor: defensor acérrimo de la pureza de la fiesta y de la integridad del toro bravo, su estilo, entre lo culto y lo popular, que transita del añejo vocabulario taurino a los neologismos más audaces, brota de un profundo conocimiento de todos los aspectos de la tauromaquia, que supo explicar como nadie.

Vidal nos contagia su entusiasmo por el toreo auténtico y también su pesimismo por el porvenir de la fiesta, ya entonces amenazada por el fraude y las golfadas sistemáticas de unos y otros. El crítico denuncia abiertamente el afeitado de los toros («Cada barbero tiene su estilo y unos dejan los cuernos de los toros redonditos, otros poquillo puntiagudos, o acaso se sienten artistas y esculpen allí figuras»), cuando no prácticas aún más turbias («Saltaron a la arena dos toros borrachos perdidos. Tuvieron que cogerla de anís, o no se explica su actitud»), e insiste en protestar contra los modernos alivios y enjuagues que arruinan el espectáculo: «La fiesta de los toros actual es como se desarrolló ayer en Bilbao. Primero tritura los toros la acorazada de picar, luego el matador los ahoga. No se trata de que les meta la cabezota en una palangana de agua, aunque todo se andará».

Algunos de los pasajes más deliciosos nacen de un costumbrismo guasón con el que lo mismo glosa las opíparas meriendas de los blusas de Pamplona que dibuja el frío pelón de la plaza de Valdemorillo. Pero Vidal no se olvida nunca de hacer orbitar sus crónicas en torno al toro, centro de la fiesta («Los Pablo Romero son los gallitos de la ganadería de bravo (…), cuajo y trapío para admirar a la afición, espantar a la torería y enternecer el corazoncito de las vacas guapas»), y a los matadores que se encargan de su lidia. 

Por algunos siente una predilección indisimulada, como Antonio Chenel («Cuando Antoñete se atrajo al toro y lo llevó, embebido, humillado, seguramente embrujado, en dos ayudados por bajo de asombro, y luego se lo echó por delante con el de pecho, aquel sí era llevar la técnica y el arte de torear a la cumbre, aquella sí fue locura en la plaza»). A otros los deja en evidencia por aburridos y pegapases («Pegaba derechazos Enrique Ponce y en la plaza no se oía más que toser. Algo pasa. Los españoles tosemos mucho últimamente y la Organización Mundial de la Salud, OMS para los amigos, le echa la culpa al tabaco (...) Sin embargo, los ataques de tos, por lo menos en la Maestranza, solo se oían cuando Ponce pegaba derechazos»). Y a alguno que otro lo aplaude por mantener su personalidad frente a los adalides de los nuevos tiempos: «El público salió muy enfadado con Pepe Luis Vázquez porque no había querido trabajar. Ignora el público que un torero no trabaja. Un torero es un caballero y está mundialmente aceptado que los caballeros no trabajan. Los caballeros no trabajan ni se visten de marrón. De tabaco y oro, en cambio, sí está permitido».

Joaquín Vidal, casi nadie al aparato, escribió estas cosas durante más de un cuarto de siglo en El País, el mismo periódico que ahora elimina la información taurina de sus ediciones impresas. Y uno, aficionado a los toros y a los diarios de papel, medita que cada vez se lo ponen más difícil para disfrutar un poquitín.