"Me lo he pasado bien trabajando hasta con los turistas malos"

HÉCTOR JIMÉNEZ
-

No presiden, no representan, no quieren foco... Pero son parte esencial de esta ciudad. La crónica de Burgos se escribe en las vidas de quienes ayudaron a construirla. Berta Quintanilla es una de esas mujeres y esta es (parte de) su historia

Berta Quintanilla, posando sonriente ante el monumento que explicó una y otra vez a burgaleses y forasteros a lo largo de toda su trayectoria laboral. - Foto: Luis López Araico

Pocas personas habrá en Burgos, en España y en el mundo entero que conozca tan bien el Monasterio de Santa María la Real de Huelgas como ella. Por algo se pasó nada menos que 42 años explicando el cenobio cisterciense, relatando una y otra vez su riqueza patrimonial, su arte y sus anécdotas, así que ha visto pasar por él a miles de visitantes, ha tratado con un par de generaciones de monjas y ha contemplado la transformación profunda del barrio que lo rodea.

Berta Quintanilla, ya jubilada, es parte de la memoria histórica del sector turístico local y una burgalesa "de toda la vida", aunque curiosamente nació en la localidad guipuzcoana de Éibar. Allí trabajaba su abuela de matrona y allí fue a parir su hija en el año 1951. Pero tras su venida al mundo y su bautizo pocos días después enseguida vino a vivir a la tierra de su familia, y aquí sigue orgullosa de ello.

Su madre tenía la gestoría Quintanilla y su madre era ama de casa, dedicada al cuidado de los cinco hermanos que fueron. Berta fue la mayor y la única chica, y puesto que con los pequeños se llevaba una pila de años le tocó pasearlos como si fuera más bien su madre en lugar de su hermana, en el ambiente casi de 'tribu' familiar en el que se movía a diario. "Convivíamos los tíos, los primos, los abuelos, los vecinos, los amigos de mis tíos… tengo un recuerdo muy feliz de mi infancia en un ambiente muy familiar", relata ahora.

Su primer colegio fue la escuelita de Nuestra Señora de Fátima, en la calle Melchor Prieto. Recuerda perfectamente cómo era aquellas estancias en las que pasó desde los 3 hasta los 8 años, a las señoritas Joaquina y Alicia "y el olor de las salamandras", las viejas estufas de serrín, además de la pulverización con DDT que hacían las maestras para presuntamente limpiar el ambiente, algo que hoy sería considerado una auténtica barbaridad.

De esos años tiene todavía en su poder una tierna fotografía, de una Berta niña vestida para la ocasión, con el pelo alisado en el flequillo y la punta de las trenzas y portando un cabás, pequeño maletín de cartón con dibujos de conejitos. Aquella pequeña tenía la suerte de poder surtirse de material escolar en la Librería Quintanilla que estaba en la plaza de Vega y que, como revela el apellido, era de la familia porque su abuelo se la puso a su tía cuando esta última quedó viuda. Y no solo conserva recuerdos, sino también amigas que lo siguen siendo a día de hoy: Sonsoles, Begoña y Ana fueron juntas siguen formando parte de su vida.

Las propinas eran humillantes para quien las recibía y desconcertantes para quienes las daban"

Tras los años de la escuelita de Fátima continuó los estudios en Saldaña, y al cambio de centro escolar le sucedió el de domicilio. De la calle Melchor Prieto, en el barrio de los Vadillos, su familia se mudó al edificio Feygon en 1960, nada más estrenarlo. No tuvo que renunciar al barrio, porque la zona seguía siendo la misma, pero pasó a residir en el flamante y novísimo techo de Burgos, que aún sigue ostentando el récord del inmueble residencial más alto de la ciudad.

Acabado el bachiller en Saldaña le tocó decidir su futuro profesional y lo hizo por la rama de las humanidades. Eligió la Escuela de Turismo, y fue casi por una carambola: "Mi vocación frustrada siempre ha sido la de ser cirujana, pues lo considero como las bellas artes de la medicina, pero para ello tenía que irme de casa, fuera de Burgos, y supongo que me dio pereza, porque a esos años no sabes muy bien lo que quieres", confiesa.

A cambio de renunciar a la cirugía empezó a formarse para explicar su ciudad. Primero en el colegio de los Vadillos, "donde la Escuela de Turismo solo ocupaba una torre", y más tarde en la Normal de San Pablo. Al finalizar los tres años de formación uno de los guías de la ciudad, apellidado Galán, le dijo que necesitaban gente para explicar Las Huelgas. Tras un examen entró a formar parte de la plantilla de Patrimonio Nacional.

Era marzo de 1973 y debutó en plena Semana Santa. ¿Fue duro el primer impacto de verse ante grupos deseosos de saber? "No, pero al principio pues iba un poco de pardilla, te preguntaban e igual no conocías bien la respuesta, pero tomabas nota de la duda y al volver a casa te lo mirabas. Si eras espabiliada, a la próxima no te pillaban, y así poco a poco ibas cogiendo seguridad".

Un punto de psicología. Entonces no podía saberlo, pero hasta que se jubiló en 2015 se iba a tirar más de cuatro décadas seguidas explicando un recorrido siempre muy similar por el segundo monumento más importante de la ciudad. Desde fuera puede resultar tediosa una tarea tan repetitiva, pero ella lo desmiente: "El sitio que tú explicas es el mismo con el paso de los años, pero la gente no. No tiene nada que ver explicar para un grupo de niños, que para una excursión de jubilados o para un catedrático de Historia del Arte. Hay que ponerle siempre un punto de psicología".

Y ella, además, iba variando un poco los relatos para tratar de adaptarlos al público. "Procuraba ser espontánea y cambiar un poco, adaptando las visitas a la gente, al tiempo, a los tipos de grupo, y el resultado podía ser una de cal y otra de arena, dependiendo de cómo te hubieras portado tanto tú como los visitantes", dice.

Esa labor profesional le ocupaba todos los días de la semana. Las guías del Monasterio, que durante muchos años fueron todas mujeres, solo libraban los domingos por la tarde y para compensarlo su jornada laboral se reducía a 5 horas diarias, de 11 a 14 horas y de 16 a 18. No podían cogerse vacaciones en verano y solo podían rascar días de fiesta en primavera o en pleno invierno, cuando la actividad se desplomaba. Y todo eso compaginarlo con la crianza de dos hijas.

Su marido, arquitecto, trabajaba fuera de Burgos de martes a viernes así que tenía que apañarse en solitario con las que sigue llamando "mis niñas" por mucho que una tenga ya 38 años y la otra 37.

Gracias a la abuela, que vivía enfrente, a una señora que tenía contratada en casa y a la guardería donde las llevaba podía conciliar. Y lo relata sin un ápice de victimismo, porque asegura que toda la vida ha elegido con libertad: "Siempre he podido hacer lo que quería y en mi familia me dieron las mismas oportunidades que a mis hermanos varones".

De pequeña me gustaba fregar pero mi abuelo me decía que estudiase idiomas"

De hecho, sostiene que parte de la 'culpa' de haberse convertido en guía turística la tuvo su abuelo, porque a Berta de pequeña le gustaba ponerse a fregar los cacharros después de comer y él le decía que no lo hiciera y que en su lugar "estudiase y aprendiese idiomas".

Acabó explicando en español, inglés y francés a todo tipo de gente. "Me gustaba mucho llevar grupos de niños, porque son los más espontáneos y los que preguntaban cosas más curiosas. En realidad, yo me lo he pasado bien hasta con los turistas malos, los que te buscaban las vueltas con cuestiones difíciles o retorcidas".

Al principio, como pasa en casi todos los trabajos, las muchachitas que ejercían de guías en Las Huelgas ganaban poco "y completábamos el sueldo con las propinas. Era algo humillante para quien las recibía, porque nosotras preferíamos tener una mejor nómina y que se nos pagase por todo nuestro trabajo, y también violento y desconcertante para quien las daba, porque nunca sabía si se estaba pasando o quedando corto". Cuenta también Quintanilla que los catalanes "pese a su fama eran uno de los colectivos más generosos: saben muy bien lo que quieren y en lo que se gastan el dinero". El de las propinas es un reflejo más de otra época en la que era más habitual esa costumbre, pues ahora en España resultaría muy extraño que aparte de pagar la entrada hubiera que dar un extra en mano a quien te explica el monumento.

Como un pueblo. La taquilla, por cierto, estaba en una garita orientada hacia la calle Alfonso VIII. En el patio delantero del monasterio, que ahora está protegido por una valla, llegaban a aparcar decenas de coches, y las guías esperaban cuando hacía bueno, bajo una tejavana, a que se fueran formando los grupos. "Desde ahí veíamos pasar a la gente del barrio. Los soldados que venían desde el Hospital Militar, los guardias civiles que iban al cuartelillo, las señoras que te conocían de verte por allí a diario y te preguntaban por tu madre o por los niños, los huertos que había en La Castellana donde ahora hay grandes caserones.... Era como un pueblo pequeño".

Además del entorno, décadas atrás también el turismo era muy diferente. Llegaba poca gente en coche particular y la mayoría desembarcaba de autobuses en excursiones organizados. El invierno era una época prácticamente muerta para el sector en la ciudad y en cuanto llegaba la primavera, antes o después de Semana Santa, era el momento de los colegios donde los escolares estaban estudiando el gótico o el románico. A ellos se sumaban las excursiones provenientes del mundo rural organizadas por las cajas burgalesas. "Aunque tuvieran menos nivel cultural que otros visitantes, la gente de los pueblos era muy agradecida. Recuerdo a una señora que me dijo: Maja, yo no entiendo de esto pero solo con pasar por donde en su día pasó la reina ya me ha merecido la pena".

Ahora los viajes se preparan con más antelación, la gente llega leída y con preguntas ya preparadas para los guías. Ante esto dice Berta que los profesionales tienen que ir "aprendiendo con el tiempo, porque somos unas transmisora del conocimiento y parte de nuestro trabajo es llamar la atención sobre determinadas cosas para que cuando uno vuelva a su casa profundice un poco más, se siga informando y cree un estímulo para interesarse".

Pese a haberse pasado 42 años entre sus paredes, asegura que hay rincones del Monasterio que no conoce. Son aquellos que pertenecen a la clausura, los que estaban detrás del torno de la que llama "Madre Paz" y que fue su contacto durante muchos años porque era la religiosa que se encargaba de la portería. Y entre los que admiró durante miles y miles de horas, su lugar favorito es sin duda la Sala Capitular, "un espacio muy armónico, arquitectónicamente muy interesante" donde además estuvo un tiempo expuesto el pendón de las Navas de Tolosa. Por cierto, que una vez vino a verlo un jeque árabe "que no hablaba nada de español, que pasó mucho frío y que demostró muy buen humor".

Desde que se jubiló Berta no perdona sus caminatas diarias (una media de 8 kilómetros), ha practicado yoga, taichi, gimnasia y pilates y sobre todo ha tenido la suerte de empezar a disfrutar de su nieta, Carmen, de 15 meses. Lo mejor que le ha dejado la pandemia como compensación a las horas de charla que ha perdido con las amigas.

Con ellas queda a diario para tomar el vermú, en el que charlan ya no de turistas, sino de Burgos en sí mismo. "Es una ciudad de la que la gente se va muy contenta. Incluso con su frío, no decepciona. ¡Porque el norte te espabila!", exclama mientras trata de domar el peinado con la ventolera que, como tantos días, recorre el Arlanzón.