No quiero morir en una rotonda

R.P.B.
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Recorremos sobre dos ruedas algunas de las zonas de la ciudad que carecen de carril bici para comprobar la peligrosidad que entraña circular entre coches, autobuses y camiones por la jungla de asfalto

En la avenida Derechos Humanos (antigua Eladio Perlado) el carril de la derecha está inutilizado por la doble fila y el riesgo es mayor. - Foto: Jesús J. Matías

No. Definitivamente no quiero morir en una rotonda, ni en uno de esos cruces diabólicos que debió diseñar un canalla sin escrúpulos. Es lo primero que pienso mientras circulo por Pisones y ya atisbo en lontananza la glorieta de la calle Madrid, en cuyas fuentes no mana el agua. Y no sé cómo puedo reparar en tan nimio detalle cuando estoy sintiendo que la furgoneta que va detrás de mí se aproxima cada vez más, y percibo su prisa y su inquietud, y mi mente se imagina la parte delantera del vehículo como las fauces hambrientas de una criatura abisal. Aguanto su impaciencia a la espera de poder entrar en la rotonda, por donde rugen los motores de los coches. Señalo con el brazo que voy a hacer el giro pero hay vehículos para los que un ciclista es invisible. Qué más quisiera uno que poder ir tranquilo por un carril bici o suavecito por la acera en lugar de pedalear tenso como un bañista entre pirañas. 

Pero hay zonas de la ciudad, como ésta, en las que no hay de lo uno; y lo otro lo acaba de prohibir la nueva normativa de movilidad, con un par. Así que estamos listos de papeles. Discurro por la calle Madrid en dirección al centro con esa sensación de desvalimiento que da encontrarse a cuerpo gentil entre coches tonantes, siempre apresurados, siempre los macho alfa de la selva de asfalto y hormigón. Machotes. Cruzo el bulevar y ya me vuelven a temblar las canillas y casi que hasta se afloja la cadena de mi frágil y humilde máquina cuando tomo conciencia de que ahí mismito está ese cruce que no hay Dios que lo entienda, el del Hospital de la Concepción. 

Para más inri, los autobuses que llegan y salen de la estación contribuyen a que la sensación de riesgo e indefensión sea aún mayor. Juro por lo más sagrado que las paso canutas para salir indemne, recibiendo además algún que otro claxonazo que casi hace tambalearme y acariciar los frenos. Ya estoy arrepintiéndome de haber propuesto este reportaje. Creo que hasta mi compañero Chus Matías está más pendiente de que no me pase nada que de hacerme la foto en tamaño entuerto. Sobrevivo, de ahí estas líneas. Llego a la plaza Vega. Y a la altura del puente de Santa María bajo de la bici. Y a pata hasta la librería de Fernando, no vaya a ser que me caiga una receta.

Otra vuelta. Avenida Derechos Humanos (antigua Eladio Perlado). Sobre el papel, tres carriles en dirección a la Real y Antigua: falso como una moneda de madera. El carril derecho se halla ocupado por la doble fila en buena parte de la travesía. Eso me obliga a ir indicando cada dos por tres que voy a cambiarme al carril central. Señalo, pero sigo siendo invisible. Tengo incluso que detenerme detrás de alguno de los vehículos que están mal estacionados antes que arriesgarme a encontrarme un conductor con buena vista, sensibilidad, empatía y buen corazón. No abundan, dicho sea de paso: siento sus miradas entre desafiantes y enfadadas en mi espalda. Así que circulo al tran tran, girando la cabeza continuamente. Me va a dar tortícolis. He de estar también atento a que los siempre cívicos y oportunos conductores de la doble fila no abran las puertas de su coche justo cuando paso a su lado, porque entonces sí que estoy perdido. 

Al cabo, no sin cierta angustia, culmino la avenida. Podía habérmela ahorrado. La avenida y la angustia. Me espera la calle Vitoria. No hago más que franquear el pueblo antiguo de Gamonal que empiezan a sonar en mi cabeza los acordes de Thunder Road de Springsteen. Palabra. La anchura de la avenida ayuda, sin duda, a que el trayecto no sea el camino del Gólgota. Pero cuando los autobuses pasan a tu lado como criaturas antediluvianas que acabaran de despertar de un letargo de siglos y los coches silban como si estuvieran en Monza… Se te para hasta el reloj y de buena gana subiría a la acera. La tentación existe, pero tengo que aguantar. Todo sea por el reportaje de marras. Puñetero reportaje. Vuelan los vehículos en esta vía nuclear de la ciudad. 

Las pirulas que unos se hacen a otros (ese Fernando Alonso que se pasa del carril izquierdo al derecho porque estima que el que tiene delante va muy lento) son algo más que un peligro para la circulación en general y para una bicicleta en particular. En este tramo de la calle Vitoria me tocan varios de estos cafres. Uno de ellos, casi literalmente, me toca. Evoco a sus seres queridos, vivos y muertos. Como toda disculpa recibo una peineta, que de buena gana le introduciría, redoblada, por su rincón más oscuro (disculpen los lectores, cuando el pellejo está en juego sólo cabe vomitar la verdad). Mi reino por un carril bici, me digo enfilando este tramo de avenida que es la jungla de motores, pitidos y maniobras abruptas y de una exposición absoluta para un ciclista. 

Y otra. Lo mejor que tiene la rotonda de Jorge Luis Borges es el recuerdo de las fascinantes obras del escritor argentino que le han alimentado el alma a uno desde aquella primera, El Hacedor. En cuanto a circular en bicicleta por ella, uno podría llegar a pensar que todo conductor que se llega hasta allí sufre súbitamente lo que sufrió el autor bonaerense buena parte de su vida: ceguera. Otra a padecer la intolerancia y el desprecio absoluto de los que van sobre cuatro ruedas. Emboco hacia la avenida del Cid consciente de que no tiene un solo metro de carril bici. Dos carriles en una vía mucho más despejada que cuando estaba operativo el antiguo hospital me hacen prometérmelas felices. Mísero de mí. Infelice.

Al apurar el tramo pretendo que ya he llegado hasta aquí pero me encuentro con que un camión de la basura, a la vista de que unos metros más allá el carril izquierdo se estrecha hasta anularse por una obra en la mediana, acelera con un ruido del demonio y pasa a toda velocidad a mi lado para volver urgentemente al carril derecho. Sólo le hubiera faltado descargar su mercancía sobre mí.

Entre los autobuses y algún coche apresurado llego mal que bien hasta el final de la calle con la intención de doblar hacia la plaza de España. Es un giro, nada más, pero en el momento de hacerlo me encomiendo a los hados y hago la maniobra estrictamente serio, por momentos desencajado, pero siento que voy encajonado con fieras inquietas e imprevisibles. Superado, paso bajo el Feygon cual por el Arco de Triunfo de París ya por fin relajado. Ya, lector, ya sé que pocos metros más allá está la glorieta en la que nadan los delfines, pero he decidido que ya ha sido suficiente. Que no pienso acabar saltando con ellos. Que no. Que no quiero morir en una rotonda.