De palacios, candiles y el chiflo del tío Casto

ALMUDENA SANZ
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Su Castillo se perfila imponente al irrumpir por uno de los arcos de su muralla en la Plaza Mayor, que concentra el patrimonio histórico y artístico que convierte a esta localidad en uno de los atractivos de la Ribera del Duero

Peñaranda, al fondo, desde uno de los majuelos que rodea el pueblo. - Foto: Luis López Araico

Cuenta una de las leyendas que han pasado de generación en generación en Peñaranda de Duero que merodea por el Castillo un hada o una princesa mora, según las versiones, la Cantamora, que lleva años protegiendo a los peñarandinos. También a quienes recorren sus calles y plazas en busca del patrimonio histórico y artístico y la singularidad de esta localidad que ostenta el título de Pueblo Mágico. Una magia que la convierte en uno de los rumbos ineludibles cuando uno se adentra en la Ribera del Duero.

Y, tatatachán, este municipio de alrededor de 500 habitantes censados torna en un escenario con mil y una tramoyas. Una se puede sentir una gran señora vestida con tafetanes y pedrería en una de las fiestas de los condes en el Palacio de Avellaneda. O puede sufrir la angustia de los asaltantes al toparse con el rollo jurisdiccional al pie de la carretera, trasladado ahora al centro de la Plaza Mayor. O puede bailar la Jota Peñarandina al son del trío que formaban el tío Casto, el tío Coria y el tío Matanza. O sumarse al jaleo de carros con conachos llenos de uva en torno al lagar comunitario. O creerse una más de las huestes que luchan en la defensa de la frontera del Duero cuando se acerca a la maciza fortaleza. O coger el candil y deslumbrarse por el color del vino que coge tono en la bodega.

La magia palpita. Salta a la vista, sin trucos, cuando uno cruza el Arco de la Plaza y se topa con el perfil de su Castillo, el caserío de piedra y madera encalada, el empedrado de un ágora típica castellana, la robustez de la colegiata, la noble fachada del Palacio de Avellaneda...

La torre del homenaje de su imponente castillo. La torre del homenaje de su imponente castillo. - Foto: Luis López Araico

Es este imponente edificio, propiedad de la Junta, un buen lugar para iniciar la visita. La guía de turismo Sara Criado y la concejala Paloma Plaza tornan en anfitrionas.

Su patio, con la columnata, los arcos de medio punto, el aljibe, la majestuosa escalinata que conduce al segundo piso, los artesonados de madera de pino de Soria, el trampantojo que dibujan esas techumbres, el confortante Salón de los Embajadores con su chimenea justifican el recorrido por sus dependencias. Mandado construir por el tercer Conde de Miranda en el primer tercio del siglo XVI, entre 1515 y 1530, este palacio renacentista de estilo plateresco se levantó para mayor gloria de Francisco de Zúñiga y María Enríquez de Cárdenas, que engrandecieron la localidad con la construcción de la colegiata, dos conventos y el hospital de la Piedad, reconvertido en la actualidad en una residencia de ancianos. Nota: quienes lo han visto aconsejan adentrarse entre sus nobles piedras en verano, durante la Noche de las Velas (cruzan los dedos para que este año la pandemia no las apague).

Donde casi todo se ve. Esas mismas lucen iluminan esa noche la Plaza Mayor, cuajada de monumentos y corazón de la vida peñarandina. Hoy y ayer. Recuerda Paloma algunas de las celebraciones que propiciaban el encuentro de los vecinos sobre su empedrado.

Plaza mayor de Peñaranda de Duero. Plaza mayor de Peñaranda de Duero. - Foto: Luis López Araico

Suena la dulzaina del tío Casto con la del tío Coria y la caja del tío Matanza, trío de moda en los primeros años del siglo XX, luego tomaría el relevo Valentín Plaza, con su propia orquestina (el dulzainero Javier Plaza repasa sus biografías en un estudio accesible en internet). El 5 de febrero es día grande. Las mujeres honran a Santa Águeda, una de las fiestas con más arraigo. Desapareció durante unos años y el empeño de las peñarandinas la recuperó en los noventa. Hasta hoy. Se introdujeron algunos cambios. Antes las protagonistas eran las solteras, ahora se suman todas, sin pedir el estado civil. Se suprimió la tradicional carrera de gallos, pero se mantiene la entrega de vara de mando a la más veterana, el jolgorio y las peticiones de propina a los hombres para la merienda. ¡Y manteo para los roñosos!

Otras tradiciones no corrieron la misma suerte y se diluyeron en el tiempo. Los más mayores recuerdan las llamadas cuarentenas, unos cánticos petitorios que entonaban los niños de casa en casa y que Faustino rememora para su hija Paloma: Las cuarentenas santas y buenas, que ha llegado el tiempo de hacer penitencia, si das para uno, para el hijo tuyo, si das para dos, para el hijo de Dios... Si algún hogar no abría la puerta, golpeaban con los bastones y con más rabia cantaban: Esta casa es una cuadra, la señora una cochina, pues no ha dado limosna a los niños de la escuela...

Los chavales también eran los que salían el Miércoles de Ceniza y embadurnaban a quien se encontraban en la calle o los que en Carnaval se subían por los balcones para asustar a las mozas...

Las hogueras en las calles en la víspera de San Isidro, la Natividad de los Pastores, la pingada de Mayo, la Semana Santa... Las celebraciones salpicaban todo el calendario.

Algunas tienen como escenario la colegiata de Santa Ana. Se levanta imponente en uno de los laterales de la plaza. Sara narra que fueron los propios vecinos los que escribieron a María Enríquez de Cárdenas, tercera condesa de Miranda, para que construyera una iglesia en ese lugar. Al parecer, se los hacía cuesta arriba subir a alguna de las que había en la ladera del Castillo, San Miguel, Santa Coloma y San Martín, hoy desaparecidas. Su única huella es que así se llaman las calles que conducían hacia ellas.

La condesa accedió. Y en 1543 empezaron las obras, que se alargaría durante 200 años. Ni la señora del lugar ni sus vecinos vieron el resultado final. La construcción vivió sus momentos. Los herederos no estuvieron por la labor de hacerse cargo de ella, pero, finalmente, obligados por el concejo, cumplieron la voluntad de la promotora. El crucero con una altura de más de 30 metros, las decenas de relicarios que el sexto conde de Miranda se trajo de Italia, por su condición de virrey de Nápoles, o el órgano recién restaurado llaman la atención a simple vista.

Oculta se halla una de sus curiosidades. En el presbiterio se encuentra la lápida de Cipriano Portocarrero, padre de la emperatriz Eugenia de Montijo, que, cuentan, vendió la iglesia en 1930 al Arzobispado a cambio de 50 monedas de oro y de que su corazón fuera enterrado en ella. La sacristía también guarda lo suyo como tallas y otros objetos litúrgicos procedentes de los tres desaparecidos templos, un altillo donde se depositaba el libro de bautizos y defunciones para que no lo royeran los ratones o el altar portátil dedicado a Santa María Egipciaca que los condes se llevaban en sus viajes y guerras...

Zarceras a ras de suela. Tiene Peñaranda monumentos en los que detenerse. También se puede, simplemente, callejear. Detrás de la colegiata se encuentra la plaza de Santa Ana, habilitada sobre el antiguo cementerio y desde la que se pueden ver restos de la muralla que bordeó todo el pueblo. Tres puertas se documentaron. Solo se conservan dos. El arco de la Plaza Mayor y el de las Monjas, por dar al convento de las Madres Concepcionistas.

Tres destinos resultan imperdibles si se va con tiempo: la Botica Jimeno, la más antigua de España, fundada en el siglo XVIII y regentada por la misma estirpe hasta la actualidad; la herrería de la familia Cerezo, desde la segunda mitad del siglo XIX; y el espacio artístico A Cántaros, donde la cerámica es la estrella.

Enclavada en la Ribera del Duero, la cultura del vino debía tener su hueco, y lo tiene. Quedan vestigios de un antiguo lagar en la que hoy es la Oficina de Turismo, con la viga centenaria de olmo que la cruza, la pila y el husillo, que, a diferencia de lo que suele ocurrir en el resto de la comarca, es cuadrado.

Pero los peñarandinos saben esconder sus tesoros y, también a diferencia de otras localidades, en este pueblo las bodegas no están a la vista. Se camuflan bajo las casas. Todas tienen la suya. La única pista de su existencia son las zarceras que se asoman a ras de calle. Con tiempo y paciencia se pueden llegar a contar más de cien.

Si hay suerte y algún lugareño invita a un trago, se conocerá este patrimonio excepcional, si no, siempre quedará tocar a las puertas de la llamada bodega de la Cárcel, restaurada recientemente por el Ayuntamiento para su visita, situada justo debajo de este. El remozado salta a la vista con los modernos arcos de ladrillo visto en la bóveda. La luz eléctrica facilita la bajada y la estancia. Pero basta dar unos pasos para sentir la humedad de la vieja pared de piedra, para imaginarse iluminados por los candiles que sirven de atrezo, igual que el pellejo y los cubetes. Con unos vasos de vino de la Bodega Cooperativa de Santa Ana habrá que brindar por estas tierras bañadas por el río Arandilla.

*Este reportaje se publicó en el suplemento Maneras de Vivir del 27 de febrero de 2021.