Guerra de Valquirias

Ilia Galán
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El Teatro Real ofrece cinco horas de puro espectáculo wagneriano con 'Die Walküre', que en algunos momentos peca de frialdad e incongruencias, pero que aprueba con cierta nota

El coro de valquirias a veces es eclipsado por la orquesta.

Die Walküre, intitula el Teatro Real para su cartelería una de las mejores y más famosas óperas de Richard Wagner, como si todos entendieran la germánica lengua. Tanto rigor en el título original y luego, como es habitual, la traducción aparecida en las pantallas para el público es deficiente y muy poco precisa, eliminando a veces matices importantes de esos diálogos que tanto cuidaba el compositor, pues la letra es fundamental en sus obras, llena de simbolismos, como los motivos que suenan con cada personaje o asunto, entrelazándose, frente a libretos anodinos del universo itálico o francés. Esta obra fue compuesta por el de Leipzig en su exilio de Suiza, durante un año y medio (cuando entre sus contemporáneos era común escribir dos o tres óperas por año, eso sí, con moldes ya comunes y sin la experimentación magistral que en esta obra disfrutamos). Acabada en 1856, no se estrenaría hasta 1870, aislada, en Múnich, sin el permiso del autor, quien la dirigiría para inaugurar Wayreuth seis años más tarde, y unida al resto de la Tetralogía.

Comienza con poderosa orquestación y un Siegfried extenuado, refugiándose sin saberlo en el hogar de su perdida hermana, mal casada con un enemigo, enamorándose luego y llevándosela. Fricka, la mujer del dios Wotan, se queja porque él (también imaginario alter ego de Wagner, como Siegmund), es infiel; le exige el deber en su comportamiento y que sacrifique a Siegmund. Él intenta defenderle porque no se puede frenar su atracción erótica -incestuosa y adúltera- en primavera. Wotan ensalza el dulce placer y merece su bendición, pero el sagrado juramento del matrimonio vence al dios lascivo que escogió el poder y las alianzas con las que luego quedó sometido, bajo la maldición del oro. «Necesitamos un héroe...». y ese es Siegmund: se ha hecho a sí mismo y no es un autómata obediente, como los demás, pues si no los dioses perderán el poder y «la raza humana se reirá de nosotros».

El escenario de Carsen es, de nuevo, como ocurrió con El Oro del Rin, un ambiente desolador que comienza entre soldados y un perro pastor alemán bajo la nieve, una especie de campamento donde arde el fuego,  mientras al fondo cae incesante y hermosa la nieve, incluso cuando los enamorados hablan de una primavera que estalla alrededor. Visten como en la Segunda Guerra Mundial y resulta un poco patético, como sucedió en la obra precedente de la Tetralogía, cuando hablan de la lanza y el escudo que sostienen o arrojan mientras una ametralladora es lo que asoma. Buena parte de la ambientación mitológica típica de universo wagneriano se pierde en este ambiente que huele a nazi, aunque luego va ganando en el segundo y tercer acto, pese a las incongruencias. 

Un jeep americano de la Segunda Guerra Mundial forma parte del decorado. Un jeep americano de la Segunda Guerra Mundial forma parte del decorado. El segundo acto recuerda la Cancillería del Reich en esa fortaleza del Walhalla incluso en los movimientos de los soldados que protegen a los dioses, mientras arde al fondo la chimenea, único punto de calor. Brunilda, la valquiria preferida de su padre, quien le ordena dejar morir a su propio hijo, intenta comprenderle. Nieve de nuevo en escena, bosque invisible y un jeep norteamericano semidestruido por una bomba, en cuyo entorno Hunding matará al hijo de Wotan, después de haber fecundado a su hermana: será Sigfrido. 

Stalingrado

El último acto, un campo de batalla lleno de caídos entre la nieve: ¿Stalingrado? La fastuosa Valquiria, tan célebre con sus hermanas en la cabalgata del gran ataque de helicópteros que muestra Apocalypse Now, fue ya desde el principio una de las piezas preferidas del público y la más tocada también en conciertos. Recogen a los caídos más valientes. Al final, Wotan atraviesa un horizonte de fuego y cae el telón.

Continuamente, se habla de bosques pero no se ve ni sombra de rama ni árbol, solo un tronco del que el héroe, Siegmund, podrá extraer la mágica espada que nadie pudo sacar, continuando con la saga artúrica y retomando el fenómeno de San Galgano, al sur de Siena, donde todavía puede verse clavada en una roca y que tantas investigaciones ha producido sobre su misteriosa causa, sin explicación. Escenario con planchas de oxidado metal.

Siegmund, el Hijo del Dolor (S. Skelton), enorme y grueso, es torpe a veces en sus movimientos y en algún momento no llegó a la fuerza requerida junto a una mal vestida Sieglinde, tenue voz emitida por A. Pieczonka. R. Pape (Hunding) hizo poderosa su expresión de bajo arrollando, como T. Konieczny (Wotan), si bien no muy expresivo como bajo y mejor como barítono, casi acertado en su papel. También D. Sindram logra ser una Fricka covincente, aunque también fría, travestida de señorona burguesa en vez de diosa celosa. Correcta Ricarda Merbeth como Brunilda, sobresaliendo entre el resto de las valquirias que a veces no tenían la suficiente potencia o se las comía la orquesta en un batiburrillo de sonidos.

Hay momentos de una enorme carga dramática en el escenario.Hay momentos de una enorme carga dramática en el escenario.La orquesta del Real, dirigida por Pablo Heras-Casado, no salió de una interpretación correcta pero fría, como el escenario, falta de brío y sin fuerza, con secos trombones y trompas y algún aullido apagado de la tuba.

Aunque podría haber sido un soberbio espectáculo con más garra, los aplausos vencieron y se gozó en esas casi cinco horas de espectáculo de la genialidad y fuerza wagneriana.