El crimen que deshabitó un pueblo

R. Pérez Barredo / Muga
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En 1927, Teodoro Espiga mató a hachazos a sus tres hijos, a su suegra y después se quitó la vida en Muga, en Las Merindades. Con esa maldición, 5 años más tarde fue abandonado

 
 
La maleza ha ido conquistando lenta pero inexorablemente el pueblo. Las pocas piedras que aún quedan en pie en Muga son una ruina apenas visible entre la espesura de los zarzales; únicamente es reconocible la fuente con pilón, cuya silueta, nostálgica de agua, es la única pista de que allí, una vez, hubo vida. Hace ya muchos años. Sólo el olvido abreva en él, entre el musgo y los líquenes que le han nacido a la piedra. La peña de la Magdalena, imponente entre la niebla, donde aún se cobija el lobo y por donde sobrevuelan, imperiales, las águilas, es la única que observa ya el escombro que es Muga, el pueblo que se precipitó a la soledad después de un horrible crimen, acaecido en el año 1927.
Sucedió el 14 de julio, un día de calor sofocante. Teodoro Espiga, con un hacha en las manos, inició una terrorífica orgía de sangre. Sus primeras víctimas fueron sus hijas Matilde y Cristina, de cinco y tres años, respectivamente. Las asesinó a hachazos con tanta saña que el portal de la casa, donde ejecutó el parricidio, se convirtió en la antesala del infierno, con charcos de sangre y pedazos de carne mutilada desparramados por el suelo. No se detuvo el criminal, que subió al primer piso de la casa, donde dio muerte con la misma herramienta a su suegra, Estefanía, que no había escuchado nada y en el momento en el que Teodoro se abalanzó sobre ella se encontraba arreglando una abarca.
Escuchó el asesino entonces los sollozos del otro ser vivo que había en el piso de arriba: su hijo Florencio, un bebé de ocho meses, al que seccionó el cuello. Preso de la locura, Teodoro Espiga salió de la casa con un único objetivo: encontrar a su mujer y a su suegro, que estaban realizando labores en el campo. Sin embargo, no los encontró y regresó a casa, donde intentó darse muerte con el hacha homicida. No lo consiguió y sólo quedó malherido, aunque en estado grave.Según se cuenta en la zona, cuando los pocos vecinos de Muga dieron la voz de alarma y llegó procedente del cercano pueblo de Castrobarto el médico, éste se negó a atender al parricida, que estaba en los últimos estertores y acabó fallecido poco después víctima de la herida que él mismo se había provocado en el cuello.
 
Últimos hitos. En su libro Los pueblos del silencio, el investigador Elías Rubio recoge el suceso y apunta una curiosidad: en la familia siniestrada coincidían algunos hitos de Muga: la última boda, los últimos nacimientos y los últimos enterramientos habidos en el pueblo. Todavía quedan restos del viejo camposanto, pero ni rastro de cruz alguna. Pocos años después, marcado por la tragedia, el pueblo se deshabitó: los dos últimos habitantes se marcharon en 1932. Estigmatizado, apenas visitado ni siquiera por curiosos, evitado incluso por los labriegos que tenían tierras cerca de allí, Muga se envolvió en el silencio y sólo volvió a saberse de este lugar por otro asunto de resonancias mortales: el pueblo maldito fue el elegido por una joven de la zona, que eligió este lugar años después para quitarse la vida.