Óscar del Hoyo

LA RAYUELA

Óscar del Hoyo

Periodista. Director de Servicios de Prensa Comunes (SPC) y Revista Osaca


Maras

12/03/2023

La lluvia empapa las calles del municipio de Mejicanos mientras cae la noche y el pequeño autobús de la ruta 47 comienza su itinerario hacia la capital, San Salvador. En una de las paradas, un grupo de pandilleros de Barrio 18, algunos rapados y con tatuajes que simulan calaveras en sus rostros, se acercan hacia el vehículo y, sin mediar palabra, descerrajan varios tiros que acaban con la vida del chófer y de una niña de cuatro años. Huele a venganza. El día anterior, uno de los lugartenientes de la banda, conocido como Crayola, había sido asesinado por sus enemigos, la mara Salvatrucha 13, con los que mantienen una lucha encarnizada por el territorio, la extorsión y el tráfico de drogas. Un chivato les ha soplado que los atacantes huyeron en uno de los autocares públicos que hacen ese recorrido. La vida no vale nada. Ni siquiera había un objetivo. Matar forma parte de un modus vivendi despojado de todo atisbo de humanidad.
Sólo 10 minutos después del ataque, perpetrado para despistar a la Policía, otro grupo de criminales también del 18, fuertemente armados, muchos menores y con la estética característica que llevan grabada en la piel, se suben a otro de los buses y obligan al conductor a desviarse para trasladarse hasta el mismo punto donde su compañero -Crayola- fue abatido. La angustia se apodera de los pasajeros que se agolpan en la parte trasera, temerosos, sin saber muy bien qué es lo que va a ocurrir. La pesadilla dura unos minutos. Uno de los pandilleros abre fuego contra la treintena de personas indefensas, entre ellas niños e incluso algún bebé, mientras otro miembro del grupo rocía con gasolina el pasillo y la puerta de salida del vehículo. El más joven hace uno de sus símbolos con la mano, enciende un mechero y el río de fuego convierte al autobús en un auténtico infierno. Los gritos de dolor de los heridos se entremezclan con los de auxilio y horror de los supervivientes que, desesperados, tratan de escapar por las ventanas. Las llamas y el humo lo inundan todo. La muerte con su guadaña aguarda afuera y los pocos que logran salir son acribillados sin piedad. Después, silencio y consternación.
Es 20 de junio de 2010 y 17 personas, todas ellas civiles inocentes, que nada tienen que ver con la lucha entre bandas, pierden la vida calcinadas o rematadas por armas de fuego. Un acto de extrema crueldad, el más sangriento hasta la fecha, que jamás se ha vivido en el Salvador y que es un punto de inflexión para una sociedad marcada por el miedo y una violencia sin límite, que ni siquiera en la contienda civil que vivió el país centroamericano se había registrado entre la guerrilla o el ejército. La masacre supone un antes y un después y el Gobierno y las autoridades comienzan con su política de mano dura contra las maras para tratar de calmar a una ciudadanía consternada, aterrorizada por salir a la calle o acudir a sus negocios, donde eran constantemente extorsionados por estos grupos de delincuentes que marcaban territorio e imponían su macabra ley.   
Hoy, más de una década después de ese trágico suceso que aún permanece en las retinas de los salvadoreños y tras varias treguas entre el Estado y los pandilleros, el mediático presidente de la República, Nayib Bukele, ha emprendido desde su llegada al poder una guerra sin cuartel contra las maras, reduciendo de manera drástica y significativa -un 45 por ciento sólo el pasado año- los ratios de asesinatos en el país, pasando de ser uno de los más peligrosos de latinoamérica a convertirse hoy en uno de los más seguros. Desde que se anunciara el estado de excepción han sido detenidas más de 60.000 personas, muchas veces de manera arbitraria, relacionadas con estas estructuras criminales, aunque las autoridades creen que aún faltan por capturar otras 20.000.
Bukele ha construido en siete meses una megacárcel, cuya superficie es similar a la de siete campos de fútbol, que cuenta con las últimas innovaciones en materia de seguridad, 19 torres de vigilancia, una capacidad para 40.000 prisioneros y que es denominada por el Gobierno como el centro de confinamiento del terrorismo. El objetivo es el de acabar con la permisividad que los pandilleros tenían en las prisiones, donde disfrutaban de todas las comodidades -televisión, móviles...- y donde las drogas y las prostitutas formaban parte del día a día.
Las condiciones de los reclusos son ahora extremadamente duras. Los reos no tienen derecho a visitas, ni a llamadas, disponen de una cama de metal sin colchón y su menú consta únicamente de tortilla y frijoles. Hace unas semanas se vieron unas imágenes del traslado de los prisioneros a este penal, con las manos esposadas a la espalda y en ropa interior, que provocaron la condena de Naciones Unidas y diversos organismos internacionales por la violación de los derechos humanos. Sin embargo, la mayor parte de la población de El Salvador respalda las medidas de Bukele tras más de 120.000 homicidios, décadas de terror, secuestros y violaciones continuadas perpetradas por unas organizaciones criminales sin escrúpulos que llegaron a tener casi más poder que el propio Estado.