Por una cabeza

ROBERTO PERAL
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«'De aquí a la eternidad' es un melodrama plagado de corazones heridos y secretos dolorosos que refleja la grandeza del viejo Hollywood»

Montgomery Clift (izquierda) y Frank Sinatra, en un fotograma de ‘De aquí a la eternidad’ (1953), de Fred Zinnemann.

Algunas de sus líneas de diálogo son más recordadas y repetidas que los más extraordinarios versos de Hamlet, La vida es sueño o La Divina Comedia. Seduce de igual modo a quienes exigen la recompensa fácil del entretenimiento que a esos otros que van en pos del relámpago de las emociones o paladean el poso intelectual de las genuinas obras de arte. Y es tan endiabladamente buena, estamos tan rendidamente enamorados de ella, que una y otra vez tomamos por un responsable padre de familia enfrentado a peliagudas elecciones éticas a quien en realidad es un hampón sin escrúpulos que dirige una banda de criminales sociópatas. Cumple cincuenta gloriosos años El Padrino (1972), de Francis Ford Coppola, una de las películas más formidables de la historia del cine, y los medios de comunicación nos han hecho evocar estos días la shakespeariana historia del padre que transmite un legado de poder, corrupción y violencia a sus hijos con tal profusión de detalles que uno prefiere no aburrir al personal abundando en las mismas cuestiones.

Pero al cabo, fanático como es de la saga de los Corleone, no puede evitar referirse hoy a una película que está contenida dentro de El Padrino y que guarda relación con una de sus escenas más celebradas, la de la sangrienta cabeza de caballo con la que Don Vito extorsiona a un pez gordo de Hollywood para que contrate como actor a su ahijado, el cantante Johnny Fontane. La leyenda, en este caso vecina de la realidad, relata que Fontane es un detallado trasunto de Frank Sinatra, quien consiguió relanzar su carrera gracias a su papel en De aquí a la eternidad (1953), de Fred Zinnemann, un trabajo que no estaba destinado a él pero que obtuvo, según las malas lenguas, merced a sus amistosas relaciones con algunos capos mafiosos.

Lo cierto es que De aquí a la eternidad es un melodrama de padre y muy señor mío, plagado de corazones heridos y secretos dolorosos, pero representa la vieja escuela de Hollywood, el clasicismo de los mejores tiempos, con tal grandeza que uno es incapaz de resistirse a verla cada vez que se le presenta la oportunidad. Ambientada en una base militar de Hawái en los días previos al ataque japonés a Pearl Harbor que empujó a los Estados Unidos a participar en la Segunda Guerra Mundial, no es, ni mucho menos, una película bélica, sino una historia palpitante de amores imposibles y seres atormentados, un complejo estudio de personajes condenados a la derrota que se sustenta en un reparto que constituye todo un cartel de cine: el gran Montgomery Clift, que da vida a un antihéroe vulnerable y testarudo; Burt Lancaster, que arma un personaje profundo y lleno de capas; la hasta entonces modosa Deborah Kerr en el rol inédito de una mujer infiel y sexuada; y Frank Sinatra, que no canta pero se merienda él solito unas cuantas escenas como soldado sanguíneo y vital, acompañados todos ellos por la mortificada Donna Reed y el malvado Ernest Borgnine.

Y luego está el beso, claro. El beso más icónico de la historia del cine, mil veces repetido y parodiado, que hoy acaso pueda resultar inocentón pero que en su momento desató el morbo y el escándalo en medio mundo. El beso adúltero y lleno de electricidad que se dan Lancaster y Kerr en la playa, en posición horizontal, apenas cubiertos por un bañador y mientras las olas rompen con violencia contra sus cuerpos fundidos en uno. Los santurrones códigos de la industria de la época no permitían dar ni un paso más, pero el sentido de la escena es evidente, por grande que sea la ingenuidad de nuestra mirada.

La mojigatería de aquel Hollywood no logra enmascarar tampoco otros detalles convenientemente edulcorados del film: cualquier espectador, de entonces y de ahora, percibe al punto que el «club para caballeros» al que acuden los soldados en sus ratos libres es un burdel, y que las «acompañantes» que trabajan en él se dedican a la prostitución. Allí van a ahogar sus penas los soldados Maggio (Sinatra) y Prewitt (Clift), el primero hostigado por el sádico Fatso (Borgnine), encargado de la prisión de la base, y el segundo sometido a un tratamiento cruel por parte de su capitán por negarse a formar parte del equipo de boxeo de la unidad. Prewitt, que se ha enamorado de una de las chicas del local (Reed), cuenta al menos con la disimulada protección del segundo al mando, Warden (Lancaster), que mantiene a su vez una relación ilícita con la esposa de su superior (Kerr). 

El guion entrelaza hábilmente todas las subtramas hasta crear un drama apasionante y compacto que aborda cuestiones como la infidelidad, la amistad y el honor y muestra con convicción la vida cotidiana de los soldados, una rutina sombría y opresiva que aplasta cualquier amago de individualidad. Y el final, cuando las bombas empiezan a caer, tiñe de tragedia las vidas de esos diminutos personajes que, con sus demonios y sus debilidades a cuestas, se verán arrastrados irremediablemente por los embates de la Historia.

Sinatra, por cierto, se llevó a casa uno de los numerosos Oscar que ganó De aquí a la eternidad. Quizá resulte exagerado afirmar, recordando el tango, que lo consiguió por la cabeza de un potro, pero, como diría uno de esos italianos que pueblan El Padrino, «se non è vero, è ben trovato».